"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Panza de burro - Andrea Abreu

PANZA DE BURRO ANDREA ABREU A Lucía Díaz López, la hermana que siempre quise Tan echadita palante, tan sin miedo Como un gato. Isora vomitaba como un gato. Jucujucujucu y el vómito se precipitaba dentro de la taza del váter para ser absorbido por la inmensidad del subsuelo de la isla. Lo hacía dos, tres, cuatro veces por semana. Me decía me duele un montón aquí, y se señalaba el centro del tronco, justo en el estómago, con su dedo gordo y moreno, con su uña chasquillada como por una cabra, y vomitaba como quien se lava los dientes. Jalaba del agua, bajaba la tapa y con la manga del suéter, un suéter casi siempre blanco con un estampado de sandías con pepitas negras, se secaba los labios y continuaba. Ella siempre continuaba. Antes nunca lo hacía delante de mí. Recuerdo el día en que la vi vomitar por primera vez. Era la fiesta de fin de curso y había mucha comida. Por la mañana, la colocamos encima de las mesas de la clase, todas unidas, con papelito de fiestita de cumpleaños por encima. Había munchitos, risketos, gusanitos, conguitos, cubanitos, sangüi, rosquetitos de limón, suspiritos, fanta, clipper, sevená, juguito piña, juguito manzana. Jugamos a los borrachos dentro de la clase e íbamos dando tumbos agarradas Isora y yo de los hombros, como dos maridos que le habían puesto los cuernos a las mujeres y ahora se arrepentían. Se terminó la fiesta y llegamos al comedor y todavía había más comida. Las cocineras nos hicieron papas con costillas, piñas y mojo, la comida preferida de Isora. Y cuando pasamos con nuestra bandejita de metal, con nuestro panito, nuestro vasito de agua empozada (que sospechábamos que era del grifo, a pesar de que en la isla no se podía beber) y nuestros cubiertos y nuestros yogures Celgán, las maestras del comedor nos preguntaron que si mojo rojo o mojo verde e Isora respondió que mojo rojo, y yo pensé que qué echadita palante, mojo rojo, y no tiene miedo de que sea picón, no tiene miedo de comer cosas de gente grande, y que yo quiero ser como ella, tan echadita palante, tan sin miedo. Nos sentamos en la mesa y comenzamos a comer a la velocidad a la que se tiraban los chicos con las tablas de San Andrés. No había gomas al final de la cuesta. Los chorros de mojo deslizándose por nuestras barbillas, las trenzas aceitosas de meter los pelos dentro del plato, los dientes llenos de trozos de millo y orégano, cagadas de paloma blanca, como llamaba Isora a la comida de los dientes. Y mientras tragábamos yo ya sentía una tristeza como un estampido, una agonía en la boca del estómago, la boca seca como después de haber comido leche en polvo mesturada con gofio y azúcar. En verano no íbamos a poder salir del barrio, la playa estaba lejos. No éramos como las otras niñas que vivían en el centro del pueblo, nosotras vivíamos en medio del monte. Isora se levantó de la silla y me dijo shit, vamos pal baño. Yo me levanté y la seguí. La hubiese seguido al baño, a la boca del volcán, me hubiese asomado con ella hasta ver el fuego dormido, hasta sentir el fuego dormido del volcán dentro del cuerpo. Y la seguí, pero no fuimos al baño del comedor, sino al de la segunda planta, donde no había nadie, donde decían que vivía una niña fantasma que se comía los roletes de las chicas que se copiaban de la tarea. Hice pipi y me aparté para que hiciera Isora. Lo hizo y, después de subirse los pantalones, después de ver su pepe peludo como un helecho abriéndose en el suelo del monte, se alongó sobre lo blanco del váter, estiró el dedo índice y el medio y se los metió dentro de la boca. Nunca había visto algo así. Aunque en realidad en esa ocasión tampoco lo vi. Me viré pal espejo. La escuché toser como un animalito pequeño y desnutrido, me vi los ojos grandes, dos puños reflejados en el cristal. Mi cara asustada, un miedo que me mordía la piel por dentro, la garganta de Isora quemándose y yo sin hacer nada. Escuché el vómito. En mi cabeza imaginé su cadenita de la Virgen de Candelaria colgando de su cuello, colgando sobre el agua que después arrastraría todo lo que había arrojado. Un fisquito namás Doña Carmen, usté hace sopa magi, la de sobre?, le dijo Isora a la vieja. No, miniña, por qué? Dice mi abuela que la sopa magi es sopa de putas. Ah miniña, pues no sé. Yo la sopa que hago la hago de las gallinas que yo tengo. Doña Carmen estaba virada de la cabeza pero era buena. Casi todo el mundo la despreciaba, porque, como decía abuela, tenía cosas de guárdame un cachorro. Doña Carmen se olvidaba de casi todas las cosas, pasaba largas horas caminando y repitiendo rezados que nadie conocía, tenía un perro con los dientes de abajo salidos pafuera, salidos pafuera como los de un camello. Perro sato, perro sato, jala y que te cargue el diablo, le decía. A veces le posaba la mano sobre la cabeza con cariño, otras le gritaba juite, perro, juite, perro del demonio. Doña Carmen lo olvidaba casi todo pero era una mujer generosa. Le gustaba que Isora la visitara. Vivía por debajo de la iglesia, en una casita de piedras pintadas de blanco con la puerta pintada de verde y las tejas viejas y llenas de mujo y de lagartos y de lonas de zapatos viejos traídos de Caracas, Venezuela, y de verodes grandes como arbolitos. Doña Carmen lo olvidaba todo menos pelar las papas, eso sí sabía, las pelaba en círculos, las ponía de canto y con un cuchillo con el cabo de madera les sacaba la cáscara como un collar enorme. Doña Carmen hacía papas fritas con güevos para merendar. Isora le llevaba las papas y los güevos de la venta de la abuela y ella guardaba un poquito pa la merienda de Isora. Guardaba un poquito pa la merienda de Isora y si yo iba pues también me daba. Me daba, pero a mí doña Carmen no me quería tanto como quería a Isora, eso ya yo lo sabía. Isora sabía hablar con las viejas. Yo me limitaba a escuchar lo que se decían. Ustedes quieren un fisquito café, misniñas? A mí no me dejan beber café, le respondí. Yo sí, un fisquito, dijo Isora. Un fisquito namás. Ella siempre un fisquito namás. Lo probaba todo. Una vez comió comida de perro de la que había en la venta para saber lo que se sentía. Ella lo probaba todo y después si era necesario lo vomitaba. Yo tenía miedo de que mis padres me olieran el café de la boca y me arrestaran, pero Isora nunca tenía miedo. No tenía miedo aunque la abuela la amenazara con meterle un leñazo. Ella pensaba que la vida solo era una vez y que había que probar un fisquito siempre que se pudiese. Y un fisquito de anís, miniña? Un fisquito namás. Un fisquito namás. Un fisquito namás, decía. Isora se tomó la gotita de café que le quedaba a la taza de la que estaba bebiendo doña Carmen y, directa, alargó el brazo para coger el vasito que la vieja había servido con anís del mono. Isora eructó, eructó como cinco veces seguidas. Y luego bostezó. Y en ese momento, doña Carmen la agarró por la barbilla y le miró los ojos, aquellos ojos verdes como uvas verdes. Escarbaba en sus ojos lagrimosos como quien saca agua de una galería. La vieja se quedó asustada: miniña, tú sabes si alguien te tiene envidia? Isora permaneció inmóvil. Por qué doña Carmen? Qué pasó? Miniña, tú tienes mal de ojo. Vete por Dios a cas Eufracia a que te santigüe. Díselo a tu abuela, que ella sabe desas cosas y que te lleve a echarte un rezado. Al salir por la puerta estaba puesta la novela de las cinco. A esa hora del día, una cubierta de nubes enorme se posaba sobre los tejados de las casas del barrio. Ya no daban Pasión de Gavilanes, ahora daban La mujer en el espejo. La protagonista era la misma mujer que Gimena la de Pasión, pero a Isora y a mí no nos gustaba tanto. Era junio, en el barrio todavía no habían puesto los papelitos de colores de las fiestas y faltaba mucho para que los pusieran. Desde la ventana de la entradita de doña Carmen se podían ver el mar y el cielo. El mar y el cielo que parecían la misma cosa, la misma masa gris y espesa de siempre. Era junio pero podía haber sido cualquier otro mes del año, en cualquier otra parte del mundo. Podía haber sido un pueblo de monte del norte de Inglaterra, un lugar en el que casi nunca se viera el cielo abierto y azul azul, un sitio en el que el sol fuera más bien un recuerdo lejano. Era junio y hacía solo un día que las clases habían terminado, pero yo ya estaba sintiendo ese agotamiento inmenso, esa tristeza de nubes bajas sobre la cabeza. No parecía verano. Mi padre trabajaba en la costrusión y mi madre limpiando hoteles. Trabajaban en el Sur y a veces mi madre también iba a limpiar las casas rurales del barrio, al ladito mi casa, en El Paso del Burro. Salían temprano pal Sur y volvían tarde. Isora y yo nos quedábamos encerradas en un conjunto de casas, pinos y calles empinadas en lo alto del pueblo. Era junio y yo ya estaba sintiendo la tristeza. Y ahora, ahora también el miedo. Cuando salimos por la puerta de doña Carmen un gusano me recorrió la garganta. Ese gusano negro me decía que alguna vez yo había envidiado a Isora. Me gustaba el color de su pelo y el de sus brazos. Me gustaba su letra. Hacía unas g con un rabo gigante que no dejaba que se entendiese lo que decía en la línea de abajo. Me gustaban sus ojos y tantas otras cosas. La envidiaba por cómo le hablaba a la gente grande. Era capaz de interrumpir las conversaciones y decir no, Moreiva es hija de Gloria la de la curva, no de la otra Gloria. La envidiaba por sus tetitas redondas y blanditas como una gomita con azuquita blanca, aunque a ella no le gustaban. Y porque tuviese la regla y porque tuviese pelos en el pepe. Isora tenía un monte de pelo negro tieso y picudo, como el cespe falso de las casas rurales. La envidiaba por su tarjeta de juegos para la guenboi, que le pirateó un primo segundo suyo que era informático y vivía en Santa Cruz. La envidiaba porque la tarjeta tenía el juego de Hamtaro y a mí me encantaba el juego de Hamtaro. Isora no tenía madre. Vivía con su tía Chuchi y con su abuela Chela, la dueña de la venta del barrio. De que no tuviera madre, de eso no tenía envidia, la verdad. De que no tuviera madre y de que la cuidaran la tía y la abuela, no tenía envidia, la verdad. De lo que tenía entonces miedo, la verdad, era de que le dijeran que yo le hice mal de ojo. Chela, la abuela de Isora, era una mujer que creía mucho en esas cosas. Si se enteraba de que yo le había hecho eso a la nieta, me escachaba la cabeza. La abuela de Isora era una mujer gorda y bigotuda. Gorda y bigotuda y peleona. En realidad se llamaba Graciela, pero todo el mundo la llamaba Chela la de la venta. Era muy religiosa pero muy malhablada. Y por ser tan religiosa también la llamaban Chela la santa. Chela la santa porque todo el tiempo libre que tenía, que era muy poco, lo dedicaba a rezar y a hablar con el cura y a decorar la iglesia con orejas de burro y helechos que cortaba de por fuera la casa, y matas de lluvias, lluvias como pelusas blancas cayendo del cielo. Luego por otro lado, a la abuela de Isora le encantaba explicarnos a todas las niñas cosas sobre la gordura. O sobre la flacura, más bien. Para estar flaca hay que comer de un plato más pequeño, decía, y para estar flaca hay que comer menos papas fritas, y una papa frita es como comerse dos papas guisadas, y lo que tienen que hacer esas cachoputas es dejar de comer tanta golosina, y lo que le voy a dar a esa niña es un rebencazo pa que deje de comer mierdas, y yo tengo a la niña a dieta porque ya se está poniendo cachorrona, y si la dejo se me desbarata, y come y come gomitas y se engorda como una bestia, y comicomi y después le da cagalera y se pasa tres días en el cuartobaño como los abobitos, y comicomi después la siento arrojando, la cabrona se arroja toda y con cagalera, y come y caga y arroja y luego se manda los fortasé como si fueran una gomita, y come y caga y caga y caga y arroja la muy animalita y cuando se istriñe que parece que no le cabe una paja pol culo se pone los supositorios pa cagar otra vez. Y se me va a poner enferma y se me va a enfermar de tanto comer, esta niña, esta muchacha del diablo. Isora odiaba a la abuela con todas sus fuerzas. En el colegio aprendió una vez que bitch significaba puta, y desde entonces siempre que la abuela le decía que si le lleves a Doña Carmen los güevos y las papas, que le cobres a la mujer, que le traigas dos cajas de muslos a la chica, cuatro panes, dosientos gramos de queso amarillo, dosientosincuenta gramos de queso cabra, que le pongas un trozo dulce guayabo a la chica, un saco papas, súbele unas gambas, que le cobres al estranero, que tú sabes hablar inglés, que yo solo sé hablar cristiano, Isora le respondía vale, bitch, ya voy, bitch, de acuerdo, bitch, lo que tú me pidas, bitch, gracias, bitch, alguito más, bitch? Y la abuela la miraba como desconfiada pero Isora le decía que bitch significaba abuela en inglés. En la venta también trabajaba Chuchi. Chuchi, la tía de Isora, la segunda hija de Chela. A Chuchi todo el mundo la llamaba Chuchi pero nadie sabía cómo se llamaba en realidad. Chuchi tenía los ojos verdes como Isora, pero con manchas como de café derramadas en lo blanco. Como de café en el fondo de la taza. Chuchi era alta, flaca, de patas largas, chupada, seca. No se parecía a Isora sino en los ojos. Nunca nadie la había visto con un novio y no tenía hijos. Chuchi también era mucho de estar en la iglesia, pero su sueño no era ser santa, como su madre, sino vendedora. Durante un tiempo estuvo vendiendo pinturas para la cara y cremas y jabones para el pelo y jabones para el cuerpo a las vecinas del barrio. Iba con su ropa de secretaria, con una chaqueta verde, como sus ojos verdes, y una falda verde, como los ojos de Isora verdes, y unas botas marrones con tacón cuadrado y una carpeta con las revistas de Avon en las que mostraba los produtos, casa por casa. La madre le decía a la gente que la hija se le estaba echando a perder, porque estaba como los cueros, todo el día en los caminos. Subimos por la carretera hasta pasar por delante de la venta. Isora no se paró a decirle nada a la abuela. Onde irán ustedes? Ustedes no caben en casa?, nos gritó Chela con el mostrador lleno de gente. Que lo único que hacen es estar juroniando poray! Isora siguió subiendo la cuesta como si nada. Yo la seguí y miré a Chela y a Chuchi. Chuchi picaba embutidos con la cabeza agachada, escuchando los rezados de Chela, como con un peso en la punta del cuello, el cernícalo posado en los huesos de la espalda que era la presencia pesada de la madre. Vamos pa cas Eufracia a que me eche el rezado, pa que la bitch esa no se entere, me dijo Isora. Y de nuevo el gusano negro. Yo sabía más bien poco sobre el mal de ojo. Sabía que a los niñoschicos, que están rojos y calvos y feos y sin dientes y con la cabeza llena de costras, les ponían un lacito rojo en el carro porque las madres y las abuelas tenían miedos. Miedos, decía abuela, del mal diojo. Si la gente miraba a los niñoschicos mucho rato a los ojos o les decían muchas cosas bonitas, que qué niño tan guapo, dios lo guarde, dios lo guarde, cuánto tiempo tiene, qué guapo, las madres y las abuelas se ponían más tiesas que la pata de un muerto. Cuando abuela veía un bebé recién nacido lo primero que hacía era hacerle la señal de la cruz y repetirle Dios lo guarde y lo bendiga de los pies a la barriga. De los pies a la barriga y de ahí parriba nada, pensaba yo. Entonces yo creía que el mal de ojo se lo hacían en esa zona del cuerpo, en la zona del pepe y del culo y de los pelos de las piernas, que yo quería que mi madre me afeitase y no me afeitaba. Isora y yo hacíamos muchas cosas por esa zona del cuerpo, la de los pies a la barriga. La zona del pepe, sobre todo. Entonces a lo mejor el mal de ojo tenía que ver con eso. Pero me callé y no lo dije, me callé y seguimos caminando. Isora Candelaria González Herrera Cuando llegamos a cas Eufracia, Isora se puso delante de la puerta y me miró y me dijo toca tú, y toqué yo, y me quité y salió Eufracia con un delantal de cocina todo manchurriado de sangre. Miniña, ya me llamó Carmitas. Pasen pa drento, que estaba escuartizando el conejo pa hacer un fisco cena, siéntese ay, miniña, siéntese, le dijo a Isora, y la puso en una silla plástica del patio, en medio de las matas verdes de helechos, verdes y grandes como las del Monte del Agua. Mientras Isora se acomodaba, yo cogí una silla y me senté en una esquinita, porque yo no era la famosa. Isora era la que tenía mal de ojo, solo ella tenía esas cosas, a mí no me pasaba nunca nada, mi abuela siempre decía que yo tenía el buche virado, pero nadie me llevaba a que me santiguaran. Eufracia se presinó y yo no sabía qué hacer y me presiné también, pero pequeñito, como quien saluda a alguien que no saluda y se rasca los cachetes para disimular. Le hizo la señal de la cruz a Isora y empezó a decirle que en cruz padeció y en cruz murió y en cruz Cristo te santiguo yo, e Isora la miraba con los ojos abiertos como chernes, y la mujer movía la boca y se estregaba los dedos arrugados como troncos de viña seca, retorcidos, cuarteados de los años de lejía y tierra. Y señor mío Jesucristo, por el mundo anduvistes, muchos milagros hicistes, mucho a los pobres sanastes, a María Magdalena perdonastes, al santo árbol de la cruz, y los ojos de la mujer se iban poniendo más blancos que una carta, se estregaba las manos más rápido, más fuerte y yo miraba a Isora, yo la miraba y su cara era tranquila pero atenta, con la cadenita de la Virgen de Candelaria dentro de la boca, de alegría por estar siendo curada. Y yo pensaba se va a morir, se va a morir, la va a matar Lucifer cuando le salga por los ojos a Eufracia. Y Santa Ana parió a María, Santa Isabel a San Juan, lo fueron a bautizar en el río Jordán, le pregunta Juan al señor: yo, señor, que estoy bautizado de tus benditas manos, y se estregaba las manos y le daba un tembleque en las piernas y le vibraban los párpados como un perro espantando gatos en sueños, así como estas palabras, los ojos era como que le corrían dentro de las órbitas y le lloraban, son ciertas, los pelos se le pusieron engrinchados, y verdaderas, y empezó a tragar saliva, haga por bien de quitar fuego, aire, y eructó, mal aire, y eructó, mal de ojo, y eructó, que tenga en su cabeza y en su estómago, y eructó y escupió en el piso del patio, en su garganta y en sus ojos, y escupió, en su espalda y en sus cuyunturas, haga por bien de quitar y botar al fondo del mar, y escupió pal aire y me llegó a la cara, de donde a mí ni a otra criatura le haga mal, y vomitó un fisquito sopa del mediodía y empezó a botar espuma por la boca, un espumaraje como botaban los perros con rabia, como decía abuela, botaba espuma como los perros que si mordían a alguien había que sacrificarlos, e Isora la observaba, mordiendo la cadenita, que siempre le daba infecciones de garganta de tanto chupichupi la cadenita, que le había regalado la madre cuando ella era recién nacida que la abuela le había ido a cambiar la cadenita de oro al pueblo más de cien veces, porque el cuello de Isora crecía y crecía y la cadenita encogía encogía y la abuela le decía que si se la dejaba corta se iba a ajogar, pero a Isora le gustaba apretada contra la garganta porque así era más secsi. Isora llevaba la cadenita de la Virgen de Candelaria porque era la virgen que ella más quería, como quien tenía un pokémon favorito o una brat favorita, y llevaba el collar con un charmander chiquitito colgado del cuello, lo único es que para ella la cadenita era todavía más importante que para mí un pokémon porque se la regaló la madre a la que tanto quería porque casi no había estado con ella, a la que tanto adoraba porque no tuvo la oportunidad de escacharle la cabeza como sí había tenido la abuela, y sobre todo porque su nombre también era el de La Morenita, porque ella se llamaba Isora Candelaria, Isora Candelaria González Herrera. Y entonces Isora le dijo Eufracia, Eufracia, que se ahoga! Y la mujer levantó la cara, con la boca toda babada como una babosa restregada por el piso del patio, con la cara hecha de caminos de baba de babosa y le dijo y si esto no le baste, que le baste la gracia de Dios, que es grande, Amén! Jesús! Y Eufracia empezó a rezar el credo. Y yo también empecé a rezar. Y me puse nerviosa porque a mí nadie me había enseñado a rezar. Y solo moví la boca, bisebisebisebisé, hasta que Isora me dijo estoy curada, jarrapa, shit, vámolos pa la venta. Salimos por la puerta de cas Eufracia y por fuera estaba Gaspacho limpiándose la cuca. Al vernos, nos ladró agugugú, un ladrido como cuando queríamos gritar debajo del agua. Caminamos y el perro nos siguió hasta por lo menos la mitad de la carretera, por a cas Melva, justo a la altura en la que estaba el estanque grande en el que habían aprendido a nadar mi madre y mi tío y la madre de Isora y la tía de Isora, que decía mi madre que abuelo la amarraba con una soga por la cintura y la botaba y aprendías a nadar por necesidad, que es como mejor se aprende a hacer las cosas, pero abuelo se había ido a vivir con otra mujer y ya no se hablaba más de él, ni tampoco del estanque ni de aprender a nadar y por eso nadie nos enseñaba a nosotras. Y el perro seguía caminando y le decíamos Gaspa, vete parriba, ssssht, y salió Eulalia de la casa y le dijo juuuuuite, Gaspachocabrón, vete pa casa el carajo! Y el perro se acostó en el centro la carretera y allí se quedó y nosotras seguimos bajando. Como turmas debajo de la pinocha Azul marino, rosado, amarillo, más amarillo, amarillo quemado, amarillo güevo frito, rojo. Así eran las casas del barrio, de muchos colores, como las casillas del ludo. De todos los colores y a medio empezar, a medio terminar, pero ninguna completa, eran casas como mostruos incompletos. Casi todas con alguna parte sin encalar, con los bloques descubiertos, con los bloques con mujo y humedades. Casi todas construidas por sus propios habitantes. Piedra a piedra, bloque a bloque. Casi todas ilegales. Casi todas distribuidas por familias: Los Quemados, Los Puños, Los Güeveros, Los Casianos, Los Caballos, Los Chinos, Los Fajineros, Los Negros. Como pajaritos que fabrican los nidos unos cerca de los otros, unos encima de los otros, para protegerse. Y todo empinado. Un barrio vertical sobre un monte vertical cubierto de nubes bajas, todo surcado por una cueva horizontal muy larga, que iba hasta la cumbre y bajaba hasta la mar, como el manto de la Virgen de Candelaria, la más bonita, la más morena. Tan vertical que a veces parecía que los bemeuves metalizados se iban a caer patrás con la música a todo dar. Y que les iban a salir las alas y nos iban a llevar volando pa la playa San Marcos. Pero no pasaba, eso no pasaba nunca. Y ponían el frenomano y metían la primera y empezaban a chillar goma y subían parriba y se presinaban. Siempre se presinaban cuando pasaban por delante de la iglesia de la Virgen del Rosario. Eran de dos tipos, las casas del barrio, y estaban todas mesturadas. Unas eran viejas, como la de doña Carmen o la de abuela. Eran de piedra y tenían un patio en el centro en torno al que se repartían los cuartos. Un patio con un techo tapado con planchas de uralita, que mi abuela llamaba duralita, y que en aquel momento empezaron a decir que daba cáncer. Un patio por el que entraba una luz muy fuerte, una luz almacenada durante miles de años, que arrebataba a los canarios de dentro de las jaulas, que empezaban a cantar con los claros del día, pipipipipipipipipipi, descontrolados, y terminaban con la noche. Y los helechos y las buganvillas, que entraban por el huequito que quedaba entre la puerta de la entrada y el techo de duralita, también se arrebataban. Cuando la luz las alumbraba las matas empezaban a crecer tan rápido que parecía que caminaban por las paredes, que bailaban sobre las paredes. Y luego las otras casas, las más modernas. Que eran de la gente más joven, de la gente que trabajaba en el Sur, en la costrusión y en los hoteles limpiando, que tenían los bemeuves azul metalizado, rojo metalizado, amarillo metalizado, con los faldones planchados al suelo, que subían por el barrio y dejaban mitad de la carrocería por el camino de lo bajos que eran y ponían Pobre diabla a todo dar, Agüita y Mentirosa y Una ráfaga de amor a todo dar y Felina mil veces a todo dar. Esas, las nuevas, eran casas que tenían dos plantas y muchas ventanas y balaustres y un portón en la primera planta, sobre todo un portón, muy grande, más grande, aún más grande, por el que podría caber un camión del tamaño de un pino cargado de pinocha, repleto de plátanos y tomates y regalos, como beibiborns y barbis enfermeras. Y esas eran las de más colores, las rosadas, amarillas, más amarillas, amarillas güevo frito. De estilo venezolano, decían. Las casas de Venezuela, nojoda. Las casas del canto arriba comenzaban a nacer del suelo como turmas debajo de la pinocha cuando la lluvia dejaba húmeda la tierra. Comenzaban a nacer de la tierra las primeras casas del barrio junto a los pinos de las faldas del vulcán, el vulcán como lo llamaba abuela, y decía las faldas, como si el vulcán fuese Shakira. Las primeras casas del barrio, empezando desde arriba, tenían los tejados y las azoteas llenas de piñas de los pinos y muchas veces parecía que en vez de casas hechas por personas eran casas de brujas y duendes. El resto del barrio, lo que no eran casas, era todo verde oscuro, del color del monte. Los días en los que el cielo estaba despejado se podía ver el vulcán. Muy pocas veces ocurría, pero todo el mundo sabía que detrás de las nubes vivía un gigante de 3718 metros que podía pegarnos fuego si quería. Mi casa era una montaña de muchas casas construidas sobre la casa de mi bisabuela Edita, la única legal, la única que tenía número. Como mi casa estaba hecha de muchas casas, teníamos que coordinarnos pa poner la tele y cocinar. Si encendíamos dos hornos a la vez la luz saltaba. Si mi padre y mi madre y abuela y el hermano de abuela tío Ovidio y yo, que éramos todas las personas que vivíamos en esa casa, encendíamos todas nuestras teles a la vez yo sentía que la casa explotaba y salía volando pal aire. Por debajo de nuestra casa estaba la de Juanita Banana y más abajo la Cueva del Viento y más abajo la de una alemana que me regalaba combas de saltar y más abajo la de un hombre que se llamaba Gracián que tenía las cejas tan gruesas que parecía que tenía dos bichos carreteros pegados en la cara con cintasiva y más abajo la de una niña media amiga nuestra que se llamaba Saray, que tenía dos años más que nosotras y se las echaba de famosa porque los padres tenían un bar y más abajo la casa de Eulalia, en la que se reunían las mujeres del barrio a pelar papas y a decir cosas sobre lo gorda que estaba Zuleyma la chica de Antonio y sobre lo que había pasado en El diario de Patricia el día anterior y más abajo estaba la casa donde antes vivía una chica que se fue a la universidad de La Laguna y que cuando volvía los fines de semana decía en plan amigos en plan garimbas en plan mi prima en plan bragas y mi madre decía que si la universidad hacía que la gente se volviera boba. Y más abajo la casa de Eufracia, y más abajo la de un primo de abuela que tenía muchas viñas y muchos naranjeros y que decían que tenía dos mujeres la esclava y la mujer porque vivía con la mujer y la cuñada y la mujer siempre estaba de punta en blanco y la cuñada le fregaba la casa y le atendía el terreno y más abajo la casa de Melva y más abajo la casa de los homosecsuales y más abajo la casa de Conchi y justo debajo la venta de Isora y justo enfrente el centro cultural y más abajo el bar y más abajo la iglesia y más abajo la casa de doña Carmen y ya más abajo no sabía, porque para mí la casa de doña Carmen era como el límite del mundo. Esto es pa lluvia La noche de San Juan mi abuela formó una fogalera gigante. La hizo en el medio de la güerta y tenía varios metros de altura. La noche de San Juan no se podía respirar, porque todo el mundo quemaba la yerba seca que había acumulado en el año. A la manta de nubes que normalmente estaba acechando sobre el barrio se le sumaba la humasera y ya todo era como una masa blanca y pesada que se pegaba a la piel. Del cielo llovían papeles y trozos de gomas de los coches. Estaban abuela, tío Ovidio, mi padre y mi madre. Desde la azotea de abuela se podía ver todo el barrio lleno de puntitos de fuego. Las aldoriñas estuvieron toda la tarde volando arrebatadas, chillando, mientras abuela y papi echaban los escombros que habían sobrado de construir cosas durante el año y toda la yerba que habían arrancado. Esto es pa lluvia, decía todo el tiempo tío Ovidio mirándolas volar descontroladas, esto es pa lluvia. La fogalera que hicieron tenía un muñeco en el centro con los ojos pintados con rotulador y una gorra de la ferretería Los Dos Caminos. Papi cogió un palo viejo de fregona y le puso una ropa que antes era de abuelo: una camisa de rayas azules y blancas con un bolsillo grande, que a él le quedaba estrecha y que recuerdo que se le veía la barriga por fuera, redonda y grande como un bimbo, y unos pantalones de pinza negros que también eran de él. Cuando vi la ropa que le habían escogido me entró miedo, me entró miedo de si un día abuelo quería dejar a la alemana y volvía pa cas abuela y le daba por buscar la ropa esa. Ya cuando el cuerpo del muñeco era pura ceniza, empezaron a caer las primeras gotas. La lluvia de verano me daba mucha agonía. Al principio fue el sereno, y después las barranqueras de agua bajando por la carretera, los charcos dentro de los surcos. Abuela tenía las papas al fuego. Nos fuimos corriendo de la güerta ya cuando el agua había apagado las últimas llamitas. Mientras corría sentí que, aunque Isora y yo nos habíamos prometido que íbamos a hacer lo posible por conseguir que nos llevaran a la playa, eso no iba a pasar. Ese verano todo el mundo estaba trabajando mucho. Mi padre decía que se estaban montando en el dólar y que por eso iba pal Sur hasta los domingos. Entramos en cas abuela. Había piñas asadas y mojo cilantro. Nos comimos las papas chineguas que habían cogido a principios de junio, cuando yo todavía estaba en el colegio. No me tocó cogerlas a mí porque el domingo que lo hicieron yo tenía que hacer un trabajo en una cartulina con Isora. No me gustaba nada coger papas. Había que levantarse temprano, ponerse los tenis y la ropa viejos. Pasábamos toda la mañana agachadas, abuela y yo y mi madre si no estaba limpiando casas rurales, cogiendo las papas detrás de mi padre y mis tíos, que las iban cavando. Abuela y yo teníamos que escogerlas a medida que avanzábamos y las poníamos en cubetas según si eran pequeñas o grandes. Papi siempre decía que yo tenía la sangre muerta, que tenía la sangre muerta porque me gastaba más pacencia que un ministro. Con las papas, a mí me dolía mucho la espalda y los mocos de las narices se me ponían negros que parecían piche. Lo único que me hacía sentir bien era sacármelos y darles forma de redondel con los dedos, estar sola con mis mocos negros, lejos de las papas y las cubetas. Cuando terminamos de comer, fui al mueble de la cocina de abuela y cogí la tableta de chocolate La Candelaria. Partí un trozo con los dedos y me puse a raspar los dientes contra el chocolate como un ratonito entristecido. Pensé en Isora, en si estaría también comiendo piñas asadas con la abuela y la tía, en si estaría pensando en la playa con tanta agonía como yo lo estaba haciendo. Me acerqué al cuarto de la tele y levanté el teléfono. Marqué el número de Chela. Shit, qué estás haciendo?, dijo Isora. Estoy aburrida porque ya se acabó el fuego. Mañana voy temprano pa tu casa?, le pregunté. Vale, shit. Trae el bañador que a lo mejor alguien nos lleva pa la playa. Me acosté temprano pa ponerme a pensar en la playa. La última vez que fui era porque mi padre quería ir a pescar y mi madre y yo lo acompañamos. Fuimos a la Punta de Teno, era Semana Santa y hacía mucha ventolera, pero me bañé igual. Mi madre se puso encima de un risco a vigilarme porque, como decía abuela, la mar es el demonio y la niña no se defiende nadando, mientras comía pipas y miraba revistas de decoración de casas estilo rústico y revistas de punto cruz. La marea estaba alta. Pegadito a la orilla, yo metía la cabeza pal fondo, agarraba puñados de piedritas y los intentaba sacar afuera. Cuando las sacaba a la superficie ya casi no me quedaba nada en las manos. Una de las veces dentro del puño me salió un burgado vacío que parecía una luna gastada brillando. Cremita, cremita por el cuello Nos pasamos toda la mañana preguntándole a la gente si nos llevaba pa San Marcos, pero nadie podía. Las viejas eran las únicas que parecía que querían acompañarnos porque estaban que no cagaban con Isora, pero ellas no tenían coche ni sabían conducir y la verdad no nos iban a acompañar caminando por la carretera porque eran casi tres horas de camino y la vereda era muy estrecha, los coches pasaban muy pegado. Pensamos en ir solas. Isora cogió las cosas y las metió dentro de una maleta: la tualla, la crema, los bañadores y unos bocadillos de chorizo revilla y queso. Desde el mostrador Chela nos escuchó los escorrozos en la parte de abajo de la venta porque Isora estaba buscando los tenis viejos y vino corriendo pabajo. Pa dónde carajos van ustedes quisiera saber yo. Pa la playa, bitch, le dijo Isora. Y Chela se quitó la chola de levantar pa lanzársela a la cabeza gritando pa la playa te voy a mandar yo volando, cachopuuuta! Yo me pegué a una de las estanterías donde estaban colocados los jugos lybis llenos de polvo y telas de araña. Isora se escondió detrás de las neveras de los congelados corriendo y empezó a repetir por lo bajito foquin bitch, foquin bitch, ojalás te mueras. Cheee, que está aquí esperando el hombre los duuulces, muchaaacha!, gritó una voz de vieja desde la puerta de la venta. Chela salió escopetada parriba con la chola todavía en la mano. Iso, que ya se fue tu abuela parriba, sal pafuera, le dije despegando la espalda de la estantería. Lo volví a repetir y esperé, pero seguía sin salir de detrás de las neveras. Me senté encima de una caja plástica en una esquinita del cuarto y esperé de nuevo. En un momento me pareció que se había dejado dormir, o que se estaba estregando porque respiraba muy fuerte, pero no me atreví a mirar, me dio miedito no sé por qué. Una horita después salió arrastrándose de detrás de las neveras, arrastrándose como una lagarta envenenada, y me dijo shit, acompáñame al baño, que me estoy cagando viva. Y le vi los ojos enchopados, los ojos enchopados de haber estado llorando. Comimos en cas abuela. Comimos coditos fritos, papas guisadas y mojo rojo. El mojo de abuela era aguachento, porque le echaba agua del aljibe. Cuando ella era pequeña había escasez de aceite y ya de manía lo seguía haciendo. También comimos gofio amasado. Abuela lo ponía dentro de un plato hondo y nosotras lo íbamos cogiendo y haciendo pelotas y lo pasábamos por el mojo aguado. Nos dejaba comerlo todo con las manos, decía que con las manos era más sabroso. Chela, cuando nos veía hacerlo, nos gritaba que éramos unas cochinas, que cómo mi abuela nos dejaba hacer esa jediondada. Y yo notaba cómo decía «tu abuela» con resentimiento. Ella sabía que abuela nos trataba a la papita suave. Cuando terminamos de comer, Isora dijo que se le había ocurrido que podíamos hacer que el canal era la playa San Marcos. Al salir de a cas abuela, cogimos unos sombreros de ir a la güerta de tío Ovidio y nos fuimos a buscar a Juanita Banana para que fuese con nosotras a la playa inventada del canal a hacer machangadas. Juanita Banana era un niño que vivía al lado de mi casa y lloraba si lo llamaban por el nombrete. Isora gritó su nombre y Juanita Banana salió por el balcón con un bocadillo de lomo y huevo en la mano. Juanito, ven con nosotras que vamos a hacer que el canal es una playa y que criticamos la celulitis de las mujeres. No puedo, respondió, mi madre me mandó a arrancar la yerba. Juanita muy pocas veces podía ir a jugar porque tenía que arrancar la yerba o echar de comer a los animales o podar la viña o baldear los patios o lavar los coches o la minimoto del hermano. Su padre quería que trabajase. A Juanita no le gustaba estudiar y el padre le decía que lo iba a mandar a los tomates como no estudiase y yo a veces sospechaba que aquello no era solo una amenaza y que de verdad el padre quería que se fuese ya pa los tomates desde chiquitito. Me lo imaginaba ya de viejo, con la cabeza calva por el centro, con la cabeza como una güerta quemada. Y con la barba, la barba con algunos pelos blancos. Él mayor con los tomates en las manos y los otros hombres llamándolo Juanita Banana esto, Juanita Banana lo otro, y a él triste, triste y acordándose de cuando era chico y jugaba con nosotras a las barbis y a los ken y nos decía con la barbi: holachicassoychaxiraxiysoymuyguapa. El canal estaba un poco más abajo de la venta, justo por la parte de atrás del centro cultural. En el centro cultural fumaban porros los chicos que ya iban al instituto, los kinkis, los llamábamos. A mí me daba mucha vergüenza pasar por delante de ellos porque no sabía cómo comportarme. Isora se conocía todos los nombres de los chicos del centro cultural y los decía como una canción: yeray jairo eloy ancor iván acaymo. Y los saludaba y para ella no había ningún problema con verlos, ella era famosa, tenía una venta, y si no la saludaban a lo mejor la abuela dejaba de venderles el bocadillo chorizo perro y la coca cola de las cinco de la tarde, que era cuando los chicos se juntaban después del instituto a fumar porros y comer bocadillos y hablar por el mésinye cuando había un sitio en los ordenadores del centro cultural, que hacía muy poco que los habían traído. Ya desde lejos la entrada del centro cultural apestaba porro. En aquella época la policía venía muy a menudo porque decían que en el barrio se movía mucha droga. Juanita Banana nos contó una vez que el hermano le dijo que en el bar de Antonio los hombres se metían droga y yo la verdad no me hacía una idea muy clara de qué era la droga ni para qué servía, pero cuando Isora y Juanita lo comentaban yo decía sí, muchacho, es verdad, hay droga por todos lados. Isora conocía una parte del canal en la que algunas de las lajas de cemento que lo cubrían estaban rotas y se veía el agua que corría cargada de pinocha y piñas de los pinos y piedras que venían del monte. Nuestros cuerpos cabían dentro de esos bujeros secretos. Seguimos el recorrido del canal caminando por encima. Era un camino muy estrecho, si nos enriscábamos pa un lado podíamos reventarnos como conejos. Cuando llegamos a las losas levantadas, vimos el pueblo todo, todito. Vimos Redondo, el barrio de por la izquierda, y otros barrios de por los lados que no sabíamos bien ni cómo se llamaban. Cubiertos de nubes, de posmita, de tristeza gris oscura. Y vimos el centro del pueblo y los barrios bajos, los barrios con suerte, iluminados por una luz amarilla, brillante, y allá al fondo, justo enfrente del mar, la playa San Marcos. Chos, dijo Isora, y se le levantaron las cejas hasta casi rozarle el naciente del pelo, timaginas haber nacido en la playa? Sacamos las tuallas de las maletas y las colocamos dobladas en los bordes de los huecos del canal. Isora y yo todavía no llevábamos parte de arriba del bañador, porque mi madre y Chela no nos dejaban. Además, Isora decía que las que se ponían parte de arriba eran unas putas y se iban a quedar embarazadas primero y yo decía que sí. Pero la verdad era que ninguna de las dos aguantaba las ganas de ponerse la parte de arriba de una vez y dejar de pasar vergüenza por tener los pezones hinchados. Aquel día, como nadie nos veía, decidimos ponernos parte de arriba por primera vez. Isora tenía dos partes de arriba que le había regalado la familia de Santa Cruz por el cumpleaños y me emprestó una. Isora se quitó los tenis y metió los pies dentro del agua. Luego lo hice yo. Estaba fría, más fría que la que corría por la atarjea de abuela por la madrugada. Mientras nos mojábamos los pies, yo no paraba de mirar el mar. Cierra los ojos, shit, imagínate que estamos en la playa San Marcos, shit, dijo Isora. Y me vi caminando por la orillita de la arena. Como los palos y la pinocha que bajaban por el canal me golpeaban los tobillos, pensaba que eran las piedras del mar, que se estrellaban contra mi cuerpo dejándome las canillas todas matadas. Sin abrir los ojos, Isora empezó el juego: chacha, tú sabes quién es la mujer rubia esa que está entrando al agua? Sí, María, no? Sí, María la de todos, dicen que tiene dos novios a la vez. Y no tiene marido?, le pregunté apretando los párpados. Sí, me dijo Moreiva la de la curva que es un cuero y que anda todo el día buscando macho en los bares y que es una borracha. Abrí el rabillo del ojo y vi a Isora sentada sobre en canal, con los pies dentro del agua, moviéndolos en círculos. Se estaba rascando el pepe por los lados, porque siempre le picaba de afeitarse muy seguido. Se rascaba y seguía hablando: y doña Carmen le compró un colchón porque ella ni se preocupa de que los hijos no duerman por el piso. Me fijé en sus muslos, que tenían un pelo suave y largo como el de un peluche y muchos lunares. Eran brillantes, casi dorados. Dice Eulalia que la vieron estregándose con un hombre de la playa detrás de la plaza San Marcos, el día del baile magos, seguía. Deslicé los ojos desde la punta de sus dedos de los pies, gordos y con las uñas cortadas rente, clavadas en la carne, hasta llegar a su pepe, y volví a cerrarlos. Mientras ella me contaba cosas de María la de todos, tuve una imagen nítida, tan real, de nosotras dos, ya mayores, sentadas en la playa San Marcos, cogiendo sol con las piernas afeitadas y sin bigote. Yo le echaba crema a Isora en los muslos, le acariciaba la superficie de los muslos, y ella se estiraba como si fuera un gato, y los lunares se chupaban toda la crema y entonces volvía a apretar el bote amarillo de protección 30 sobre la palma de mi mano derecha y de nuevo le echaba crema sobre los muslos y en los dedos sentía los pelos enconados de sus piernas, sentía los pelos de sus muslos saliendo como cañones que empezaban a nacer de nuevo, y yo de nuevo le llenaba todos los güecos de la piel con crema y ella se reía y le brillaba el lunar de la barbilla y una vez más yo le echaba cremita, cremita por el cuello, cremita entre los dedos de los pies, cremita en los pezones y detrás de las orejas, en las pestañas, porque las pestañas de Isora eran largas como lombrices, largas y finitas y con el sol se volvían rubias, casi transparentes. Volvimos del canal caminando muy despacio. A Isora le dolían las uñas de los pies y se quitó los tenis. Me decía chos, shit, no me las tenía que haber cortado tan rente, y pisaba el piche con cuidado, para no picarse con piedritas, para no cortarse con cristales de botellas de borrachos. Cogimos unos pocos de nísperos y nos los fuimos comiendo. Estaban calientes, pero Isora dijo que mejor, que así le daban cagalera y sacaba pafuera toda la comida que le sobraba. Mientras me chupaba el agüita pegajosa de los nísperos de los dedos de una mano, agarré a Isora con la otra. Me hubiese gustado darle la mano y seguir caminando, pero solo alcancé a agarrarle el brazo. Me repetí que nosotras no éramos como esas amigas que se tocaban y se decían te quiero. La mano puesta sobre el brazo de Isora me quemaba. Seguimos avanzando y ya por la altura del centro cultural la había soltado. Los chicos no estaban ya fumando porros, no había nadie en la carretera. Estaba oscuro, el cielo era una cueva. Isora siguió caminando por detrás de una fila de coches aparcados, los coches de los hombres que se estaban jartando a vino en el bar de Antonio. La seguí. Cuando me puse a su altura, me agarró ella a mí del brazo, fuerte, como si se protegiera de no caerse por un barranco. En el espejo retrovisor de un coche blanco vi nuestros cuerpos unidos, su palma de la mano y la piel de mi brazo juntas. Duró muy poco. Cuando Chela asomó la cabeza por el mostrador, ya me había soltado. Un bemeta metalizado que iba chillando goma En la venta, Chela estaba gritando que daba temor de Dios. Ya estuvieron esas putas otra vez cagando por fuera de la venta, decía, ya estuvieron otra vez esas cachoputas. Chela decía que a las brujas del monte cuando les daba lo cagaletiaban todo que parecían abobitos de tanto churre. Ella hablaba de las brujas del monte como si las conociera de toda la vida. A veces las viejas del barrio contaban que cuando eran chicas e iban a buscar penillo al monte se las encontraban en los bailaderos, desnudas y con los pelos largos, estregándose con los pinos. Nada más verme Isora me dijo shit, tengo que recoger la mierda bruja con una pala, ayúdame que yo siempre te ayudo y después jugamos a las barbis. No me dio tiempo a decirle que sí y ya Isora me había puesto una bolsa plástica de las de la venta en la mano para que yo me encargara de ir recogiendo la tremenda bosta que había en la entrada de la parte de atrás de la venta, que hasta la alfombra trapera chasquillada en la que se acostaba el Sinson estaba toda llena mierda. El Sinson era el perro de Chela, se llamaba el Sinson, como Jómer el de los Sinson, y tenía un ojo de menos porque una vez salió a caminar por el barrio y un bemeta metalizado que iba chillando goma lo atropelló y llegó a la venta con el ojo por fuera y Chela gritó ay mi madre ya me desgraciaron al perrito. Y dijo perrito como quien siente cosas bonitas por los perros, pero lo cierto es que si algo tenían en común las viejas de mi barrio era que no querían a los perros ni un fisquito, les tenían como asco, los trataban como les hubiese gustado tratar a los maridos, que se pasaban el día en el bar de Antonio bebiendo vino y jugando a la baraja. Empecé a limpiar, porque lo que es Isora no hizo nada nadita. Saqué una manguera que había en el patio de Chela y le eché un fisquito fairi y empecé a mandarle a presión. Shit, la bitch dice que fueron las brujas, pero yo creo que fue más bien la puta Saray, me dijo mientras escurría la alfombra y el Sinson me ladraba porque le estaba tocando lo que era suyo. Saray era la niña que vivía al lado de mi casa que tenía dos años más que nosotras. A veces íbamos a jugar con ella, pero a Isora no le gustaba mucho porque pensaba que era medio estúpida, un poco repunante. Isora enrolló la manguera y yo me sequé las manos en la camisa. Se nos hizo tarde alegando y recogiendo mierda de la carretera. Cuando ya la teníamos toda metidita en las bolsas plásticas blancas buscamos una güerta zarzas tupida pa lanzar los roletes. El día estaba casi oscurecido por completo. Ya sentíamos el olor de los galanes de noche que nos decía que se estaba haciendo tarde y que teníamos que separarnos hasta el día siguiente. En ese momento, cuando el manto de nubes se abría en grietas muy finas, la luz última del día empezaba a traspasar el cielo y ya todo era de un color dorado brillante. Se me metía una agonía muy fuerte dentro del pecho, como si me faltara la respiración. Yo nunca sabía decirle adiós a Isora. La miraba como quien se prepara para decir adiós por muchos años. Pero Isora me acompañaba a mi casa. Ella siempre me acompañaba. Y yo la acompañaba a ella. Y ella me acompañaba a mí. Así, como los pac de yogures de la venta, como ella dijo una vez. Como ella dijo hablando de nosotras pensando que yo no la había escuchado, pero sí lo hice. Como los pac de yogures que siempre van unidos. Y por eso siempre, después de pasar todo el día jugando a las barbis y hacer como que las barbis eran personajes de las novelas y los ken eran Juan, Franco y Gato y las barbis eran Gimena, Sarita y Norma y los ken eran brutos y morenos y las barbies eran flacas, muy flacas, más flacas, y bailaban bien y besaban bien y se tumbaban encima de los ken y los ken se tumbaban encima de ellas y piquipiquipiqui, machacábamos sus cuerpitos de plástico uno contra el otro y decíamos que estaban queriéndose como se querían Gimena con Óscar, Norma con Juan y Franco con Sarita y Franco con Rosario y Franco con Rosario y Franco con Rosario, y Rosario era la más puta pero la que mejor bailaba y por eso siempre nos peleábamos por ser Rosario y por ser Gimena o, ya por últimas, por ser Norma, pero nunca Sarita, porque Sarita nos parecía la más aburrida, la más basta, era como la Cactus de las Supernenas y nos daba náuseas. Y por eso siempre, después de jugar a las barbis y de hacer como que Juan se peleaba con los demás muñecos y le metía trompadas a Franco por andar juntándose con Rosario y le mandaba trompadas a los gatos de abuela y a las paredes de bloque con mujo de la parte de atrás de cas abuela y trompadas pal aire y trompadas trompadas, trompadas de enamorado, Isora me acompañaba, ella siempre me acompañaba. Venía conmigo hasta la puerta de mi casa y los gallos y los perros y los pájaros y hasta los conejos que no son capaces de hacer algún sonido (tal vez muacumuacumuacu) chillaban porque nos sentían acercarnos a la puerta. Entonces Isora se alejaba un poco y me decía hasta mañana, shit, hasta mañana. Y me decía shit porque era como de cariño, pero un cariño tímido, pequeño, silencioso. Hasta mañana, shit, hasta mañana, y se iba caminando por la cuesta y su moño empinado empezaba a hacer movimientos pendulares, izquierda-derecha, izquierda-derecha, izquierda-izquierda, derecha-izquierda, y ya por la mitad del camino cuando empezaba a desaparecer de mi vista y ya solo se veía su pelo balanceándose sin un cuerpo se viraba pa mí y me gritaba chacho, acompáñame, por fa, que yo siempre te acompaño. Y entonces, juntas, deshacíamos todo el camino que habíamos dibujado en sisá, izquierda-derecha, izquierda-derecha, izquierda-izquierda, derecha-izquierda, porque Isora decía que si ibas de un lado pal otro te cansabas menos, y empezábamos a hablar de una vez en la que nos meamos encima para saber lo que se sentía, y nos meamos dentro de una güerta de papas de un vecino de abuela, que tenía muchas güertas, y nos restregamos por la tierra meadas y ya sin darnos cuenta Isora y yo íbamos por la altura de la casa de los homosecsuales y ya quedaba poco para llegar a la venta y entonces Isora me dijo que si me acordaba de la vez que en el colegio le echamos un jugo manzana por la cabeza a una niña que nos caía mal y nos arrestaron. La luz dorada brillante no traspasaba ya las rendijitas de las nubes, miré el cielo y ya era casi de noche. Le dije a Isora que si se acordaba de la vez que en el colegio estábamos jugando a los perros y ella tenía un perro que era Josito, el niño de Redondo, que era Josito a cuatro patas con una soga amarrada al cuello y él levantaba la pata y hacía como que meaba las paredes del colegio, las paredes pintadas con dibujos de las Islas Canarias y con personitas chiquititas vestidas con trajes de mago y de maga y piñas de plátano y carretas con bueyes de las romerías y papas y morteros de cuando celebramos el día de Canarias y entonces Isora le gritaba quieto perro puto, cruz perro puto, quieto, y yo me reía y me reía porque me encantaba cuando Isora decía puto, se me llenaban los oídos de miel cuando Isora decía puto cruz perro puto puta peste a perros podridos la puta tu madre puto Sinson puto cuero puto pollaboba puta chafalmeja puto sunormal puta cacarruta puta foquin bitch más puta que las gallinas Y sin darnos cuenta ya íbamos por a cas Melva, la arrejuntada, como decía la abuela de Isora, porque no estaba casada sino que se había arrejuntado con un hombre escocés. Ya solo quedaban unos metros para ponernos delante de la puerta de la venta. Y seguimos caminando y recordamos la vez que fuimos a misa y nos sentamos en el banco de delante e Isora empezó imitar los movimientos del cura y a mí me entró risa, me entró risa tan fuerte que el cura paró la misa para decirme que me separara y me pusiese de pie delante de la puerta de la iglesia y todas las viejas del barrio me miraron mal y entonces cuando lo recordamos yo me acordé de que cuando estaba arrestada delante de la puerta de la iglesia y todas las viejas me miraban me entró el miedo porque yo sabía que ya no me querían, que ellas querían más a Isora y que ahora me iban a querer todavía menos, pero no lo dije. Y seguimos caminando. Y llegamos a la venta. Y repetimos. Hasta mañana, shit, me dijo, hasta mañana. Subí la cuesta y ya por la mitad del camino me puse triste y miré al cielo y ya sí se había hecho de noche de verdad y ya las ranitas del estanque en el que ya nadie nadaba empezaban a cantar y parecía como una canción antigua, una canción que venía de siglos atrás, de cuando Isora y yo todavía no éramos amigas pero estábamos predestinadas a serlo, porque si algo yo sabía era que Isora y yo estábamos hechas como estaban hechas las cosas que nacen para vivir y morir juntas y me di la vuelta y le dije shit, acompáñame aunque sea hasta cas los homosecsuales, acompáñame, chacho, que yo siempre te acompaño. Los guiris eran unos jediondos A mí me gustaban y no me gustaban las casas rurales, quiero decir: me gustaban porque eran bonitas pero no me gustaban porque entre ellas y yo había como una pared enorme de papel transparente de cocina, papel fil, que no me dejaba participar en las mejores cosas de las casas rurales. Las casas rurales estaban en la calle de al lado de mi calle, El Paso del Burro. Las casas rurales tenían la culpa de que los días en los que mi madre no tenía que ir al Sur a limpiar hoteles tuviese que limpiar casas rurales y no pudiésemos ir a la playa y por eso a mí tampoco me gustaban las casas rurales. Si yo quería estar con mi madre, tenía que ir con ella a limpiar las casas rurales, pero a mí me aburría limpiar las casas rurales. Ella a veces me decía quédate aquí tranquilita jugando y yo me quedaba y me sentía como con un vacío hondo dentro del estómago, y me ponía triste, pero si ella me decía me tienes que ayudar a limpiar las casas rurales y no me dejaba jugando, entonces tampoco me sentía contenta, porque yo odiaba limpiar las casas rurales. Yo de mayor quería ser secretaria de papeles, no limpiadora. Nosotras podíamos entrar a una parte de las casas rurales en la que no podían entrar los clientes. Así llamaba mi madre a los estraneros. Donde podíamos entrar solo nosotras era un cuarto que apestaba a mosto con telas de araña y manchas de tierra en las paredes blancas que ya se habían vuelto canelas y que mi madre y el hombre de los jardines llamaban cuarto aperos. Yo me sentía especial de estar en el cuarto aperos, pero luego me daba cuenta de que los estraneros eran más especiales porque podían echarse en las tumbonas y leían libros enormes (y a mí no me gustaba leer ni fisquito, pero quería que me gustase) y se lavaban en las duchitas y comían en las mesitas debajo de las sombrillas, que yo llamaba paraguas y que estaban hechas con palmeras secas, y dormían en camas con sábanas blancas con una mosquitera encima de la cabeza como si estuvieran en la selva. Mi madre se ponía a meter la loza dentro del fregadero con lejía para sacarle la mierda que le habían dejado los guiris, porque mi madre decía que los guiris eran unos jediondos y que no sabían limpiar, que si en las casas dellos no limpiaban o qué. Ella decía que si eso era cochino, en los hoteles ya ni te cuento, y me preguntaba que si en las casas dellos no lo hacían por qué en las habitaciones de los hoteles dejaban la mierda por fuera la taza y se cagaban dentro la papelera, como perros, como perros jediondos, y mi madre limpiaba aguantando la respiración y ya para el resto del día estaba toda provocada. Mi madre limpiaba las costras de güevo, las manchas de güevo de los platos, los tenedores y los vasos, que también se manchaban por beber con las manos sucias de güevo, y me decía que fuera barriendo las hojas y los higos podridos y reventados contra el piso del patio donde estaba la piscina. Allí los veía, a los guiris haciendo sus cosas de guiris en casas rurales mientras barría. Me imaginaba que yo era un cliente con unos hijos clientes con bañadores de cuerpo entero, que yo no entendía por qué llevaban esos bañadores, y me bañaba en la piscina. Y perdida en la fantasía dejaba arrimados el escobillón y la pala contra el muro y me acercaba un poco al borde. Me quedaba allí, de pie frente a ellos, con las manos detrás de la espalda. Los niños que estaban jugando me miraban como si hubiesen visto una aparición, porque qué hacía una niña limpiando como una mujer limpiadora. Ahí es cuando me sentía poderosa, pero de repente se botaban dentro la piscina y se ponían a nadar y entonces, con el calor apretándome la punta de la cabeza, se me aparecía la capita de fil delante de los ojos y me daba cuenta de que yo no era un cliente, sino que era la hija de la mujer de la limpieza, como la gente la llamaba, y que si no me ponía a recoger las hojas mi madre me iba a pelear. Así que recogía las hojitas pensando que no era cliente pero que tampoco era buena limpiadora. Abuela siempre le decía a mi madre, cuando la veía limpiando, que ella era un hacha, que andaba siempre diestrita, que era como una centella, y al escucharla decir eso pensaba que yo no iba a ser nunca ni la mitad de rápida que mi madre. Entonces mi madre salía y me decía espabílate, muchachita, que parece que tienes la sangre muerta y de repente se me paralizaban los brazos y las piernas y algo hacía que no pudiese seguir barriendo, sino que me quedase embobada mirando a los clientes, y cuanto más me decía espabílate, muchachita del demonio, más lento lo hacía y por eso a veces mi madre me decía que me quedase jugando, porque yo le atrasaba el trabajo mirando a través de la capita de fil que había entre yo y los clientes. Se comían los conejos sin masticarlos Shit, la bitch me puso a régimen otra vez, me dijo Isora por teléfono. Es una dieta de cebolla, tengo que comer todo el rato sopa de cebolla dos semanas. Fos, qué asco, le respondí. Shit, ven pabajo, que tengo un montón de ganas de hacer un queque pero no me lo puedo comer, que solo puedo comer sopa jedionda desa, ven pabajo y miro cómo te lo comes. Horita voy, le respondí. En la calle sonaban las amasadoras de cemento girando. Todos los días había algo que construir en el barrio y detrás de los muros siempre se movía una amasadora haciendo un sonido como de fantasma arrastrando cadenas. Ese día tampoco se veía el sol en el cielo, pero se podía sentir que estaba metido detrás de las nubes. El cielo era como una pared blanca con un círculo amarillo pintado con creyones que alguien había tapado después con más pintura blanca. Hacía mucho calor. Era la calima, como decía mi padre: nos dolía el pecho de respirar, las cosas se volvían más pesadas, como si tuviéramos cemento de las amasadoras dentro de los tenis. Cuando llegué a casa de Isora la puerta de atrás estaba abierta y olía a queque. El Sinson dormía acostado sobre un asiento de piedra que quedaba al lado de la puerta. Isora tenía puesto un delantal de Campofrío que le habían regalado los repartidores del jamón. Shit, todavía esto se está haciendo, dijo con los ojos caídos. Estaba triste ese día. Siempre que Chela la ponía a régimen, Isora se ponía triste. Luego no sabía otra cosa que hablar de comida, de cosas que le gustaría comer, de cómo se hacían el queque de yogur y el quesillo. Sobre el poyo de la cocina había un reguero de harina y cacharros vacíos de yogures. Te voy a enseñar una guapada, shit, una cosa que encontré en una gaveta, me dijo, y por el brazo me llevó hasta el cuarto de su tía Chuchi que tenía un cuadro de La última cena en relieve sobre el cabezal de la cama. Isora sacó de la gaveta un mechero en el que aparecían un hombre con una cuca muy larga como un chorizo perro y una mujer apoyados sobre una palmera en una playa que tenía la arena blanca. Isora movía el mechero y, a medida que lo hacía, la cuca del hombre desaparecía dentro de la mujer o volvía a aparecer, era un mechero con dibujo en tresdé brillante. Chiquita guarrería, dije. Shit, tú crees que mi tía fuma porros?, me preguntó. No lo sé, a lo mejor le regalaron el mechero por el cumpleaños. Y lo guardó de nuevo en la gaveta porque el horno ya estaba oliendo a quemado. Cuando Isora puso el queque sobre la mesa ya yo estaba tragando nudos. Por la parte de arriba estaba un poco quemado, tenía una forma redonda y un güeco en el medio. Isora me dijo cómetelo caliente que está más bueno. Mi madre me dijo que si te lo comes caliente te pones mala de la barriga, le respondí. Eso es mentira, shit, es pa que no te lo comas y te aguantes el hambre. Ella siempre sabía cuándo las personas grandes decían mentiras. Isora me puso un trozo de queque en un platito y me lo empecé a comer poco a poco. No sabía bueno, tenía un regusto final a bicarbonato que me hacía sentir como si me hubiese tragado un buche de agua de una piscina con mucho cloro. Mientras me lo comía despacito Isora me fue contando que había sido una mujer de la iglesia quien le dijo a la abuela que con la sopa de cebolla podía adelgazar muchos kilos rápido y que lo que tenía que hacer era comerse esa sopa para desayunar, almorzar y cenar, y que estaba muy asquerosa, pero que si de verdad se la comía ya por fin iba a estar superflaca como Rosarito la de Pasión. Isora cogió el caldero donde estaba la sopa que le había preparado la abuela y le levantó la tapa delante de mi cara para que yo la viera. Tenía muchas cebollas flotando que parecían barcos perdidos en una agua amarillenta. Pensé que yo también quería que la gente se preocupase porque yo no engordara. La única que me apoyaba para comer poco era Isora, pero cuando ella estaba a régimen ya no le importaba tanto que yo comiera mucho, porque solo quería ver a alguien comer por ella. Isora siempre decía que íbamos a ser felices el día en el que nos dejaran afeitarnos las piernas y estuviésemos muy flacas como Rosarito y yo pensaba que era cierto y que el día que me quitasen el bigote iba a ser el más feliz de mi vida. Entre el asco de oler la sopa de cebolla y lo malo que estaba el queque tenía ganas de escupir y beber agua, pero me aguanté y tragué mientras Isora observaba cómo iba cogiendo cachito a cachito las miguitas del queque. Para ella, cada movimiento era importante. Le gustaba ver cómo mis dedos iban del queque hasta mi boca y me decía todo el tiempo cómetelo así, cómetelo asá, mientras me miraba. En un momento en el que Isora se levantó para ir al cuartobaño, me acerqué corriendo a la puerta y le dije toma Sinson, y le di el trozo de queque que me quedaba. El perro se puso a toser jucujucu, porque el queque estaba seco y él tenía la garganta carraspuda ya de viejo, pero consiguió tragárselo entero, como cuando en los documentales las serpientes se comían los conejos sin masticarlos, porque estaba acostumbrado a tragarse todo lo que le echaran. Chela siempre le daba las sobras mesturadas del almuerzo, con güesos y todo. Estaba güeno, shit? Te pongo un fisquito más?, me dijo Isora al volver. Y yo en lugar de decir que no quería, moví la cabeza parriba y pabajo. Me colocó otro cacho sobre una servilleta y nos fuimos a jugar a las barbis. Isora estaba todo el rato pendiente del trozo de queque. Cada vez que la veía mirarlo, soltaba mi muñeca, cogía un fisco y me lo metía en la boca. Ese día las barbis vivían en una finca de Redondo. Tenían criados a los que les daban patadas por el culo y les decían trabaja burro que pa algo te pago, canchanchán. Mientras Isora le daba patadas con una barbi al único ken que tenía, que hacíamos como si fuera muchos esclavos diferentes, yo me puse a pensar que no era capaz de decirle que no me gustaba algo y que si ella me lo pedía, yo lo hacía y punto, sin decir nadita, como si yo fuera un ken y ella una barbi que da patadas. Todos los esclavos estaban muertos ya de hambre y de calor cuando abuela llamó al teléfono de Chela para que volviera a almorzar. Ayudé a Isora a recoger las barbis y salí por la puerta, pero antes de irme por completo Isora me gritó shiiiiit, llévate este fisquito queque, y salió corriendo detrás de mí con dos pedazos, cada uno en una servilleta diferente. Los cogí y me fui sin decir nada porque me costaba mucho separarme de ella. Prefería hacer como que no me iba. Subí por la carretera y ya por la altura del estanque estaba el Gaspa oliendo meados. El Gaspa era sato, gris como un burro, con el pelo muy poco suave y los dientes pafuera, como todos los perros del barrio. Pensé en echarle un trozo de queque pero luego me acordé del jucujucu del Sinson y me dio miedo de matarlo de carraspera, porque el Gaspa estaba bastante más viejo que el Sinson. Seguí subiendo por la pechada y Gaspa empezó a caminar detrás de mí. Iba arrastrando las patas de atrás como si el cuerpo le pesase cinco bolsas de cemento. Yo no sabía de quién era exactamente el Gaspa, sospechaba que nadie lo quería. Pasamos por delante de la casa de Melva, y el Gaspa cada vez se me pegaba más a las piernas. Me miraba las manos como un muertito de hambre. A la altura de la casa del primo de abuela salió otro perro pa la carretera y empezó también a seguirme. Era uno blanco con una mancha negra en el ojo derecho. Parecía más suavito que el Gaspa y más joven. El Gaspa, cuando más chico, era muy peleón, pero con el paso del tiempo se fue suavizando y ya no le importaban los demás perros. El Gaspa y el Chovi, así fue como lo llamé, avanzaban a mi lado sin parar de observar el queque. Seguimos subiendo por la cuesta y cuando alcancé a ver la casa de abuela desde el cruce, ya se me habían pegado cinco perros de diferentes tamaños y colores. Estaban el Gaspa, el Chovi, dos cazadores abandonados que aparecían solo los martes y jueves, cuando pasaba el camión de la basura y la gente sacaba las bolsas, pa reventarlas todas, y uno muy pequeño y esconsumido que era el perro más feo y apestoso que yo había visto. Me siguieron hasta la puerta. Los dejé por fuera. En la cocina ya estaba mi plato sopa puesto en la mesa. No me gustaba la hortelana y se la quité. Estuve mareando con la cuchara mucho rato pero al final no terminé de comérmela. Igualmente abuela me dejó comerme la ensaladilla y el trozo de tortilla papas con salsa tomate lybis, porque en cas abuela no era obligatorio comérselo todo, se podía hacer lo que se quería. Después de comer, abuela puso la novela en la tele de la cocina. A esa hora me entraba una morriña de sueño muy fuerte pero no me dormía porque no me gustaba acostarme por el día. Me levanté a coger agua del aljibe del cubo que estaba en el poyo de delante de la ventana. A mi madre no le gustaba que yo bebiera agua del aljibe porque decía que no estaba tratada, pero igual yo cuando estaba sola con abuela lo hacía porque me sabía más sabrosa que la Fonteide y a veces me daba cagalera y eso me hacía feliz porque a Isora le hacía feliz. Saqué un poco de agua con el jarro de aluminio de tío Ovidio. Me puse a chupar con los dientes apretados contra el borde. El agua iba entrando muy despacio por la separación que tenía entre las paletas. Me alongué un poco para ver por la ventana y allí estaban, unos diez perros echados en la entrada de cas abuela, algunos durmiendo, otros chasquillándose las pulgas. Encima, el cielo era todo una nube negra. Esto es pa lluvia, pensé. Esto es pa lluvia. Los gritos de Juanita resonaban hasta más allá del cruce En el barrio no había ningún niño al que le gustase jugar a las barbis o a los muñecos, pero con Juanita Banana hacíamos lo que queríamos. Le dábamos siempre la barbi más fea con la ropa más basta y él la cogía como quien descubre un tesoro antiguo, y decía hola, soychaxiraxiysoymuyguapa, con la voz de pajarito. Juanita Banana se moría porque lo invitásemos a jugar a las barbis porque en la casa no tenía. El abuelo de Juanito decía que estos chicos que estaban saliendo hoy en día se estaban todos amarisconando. Por eso, cuando Juanita Banana venía a jugar con nosotras, traía un balón, para que nadie supiese lo que hacíamos en realidad. A abuela no le importaba que Juanito jugase a las muñecas, a veces incluso ella jugaba con nosotras, pero su forma de jugar era diferente. Las lavaba y las limpiaba porque las teníamos todas llenas de mierda de estregarlas por encima de las montañas de arena de costrusión que había por fuera de cas abuela y las dejaba más limpias que las lajas de un barranco, guapas y bien vestidas sobre los escalones de la entrada. Con Juanita Banana también jugábamos al boliche. El que más boliches tenía era él, porque a los chicos siempre les regalaban más dinero pa boliches y tazos, y nosotras solo teníamos cuatro o cinco cagados de cada cosa. Juanita Banana tenía un boliche blanco de brillantina precioso que desde hacía tiempo Isora y yo le estábamos acechando. Isora no sabía jugar al boliche pero se inventaba las reglas y por peleona y majadera siempre acababa ganando. Decía gongo!, pero siempre era mentira. Un día, cuando Juanito se levantó a mear detrás de una vinagrera, Isora gritó gongo, cabrón! Y cuando Juanita vino corriendo con los pantalones todos meados de la prisa, Isora ya se había cogido el boliche de brillantina blanco y más nunca supimos de él. Otras veces jugábamos a la guenboi durante horas. Juanita y yo también teníamos la advans, pero la protagonista seguía siendo Isora, porque la tarjeta de juegos pirateada era la mejor. Mientras Isora ganaba y ganaba todas las fases, Juanita y yo nos colocábamos detrás de ella, observando con atención por encima de su hombro, por si por un casual el muñeco se ahogaba o se pegaba fuego, pero nunca se moría. Isora se inventaba las reglas de todos los juegos, hasta los de la guenboi. Si algo le salía mal solo decía que le tocaba otra vez porque el juego era de ella, que Juanita y yo también teníamos una guenboi y la trifulca se acababa. Yo deseaba jugar a Hamtaro como las papas desean la lluvia. Era miércoles y el vulcán se veía a trozos detrás de los retales de nubes que se iban deslizando por dentro de los pinos. La capa de nubes era tupida, pero hacía viento y a veces el sol se escapaba por las rendijas de lo blanco y nos acariciaba los hombros. Estábamos en las escaleras de la entrada de cas abuela. Sobre nuestras cabezas reposaba una mata gigante de buganvilla rosada con la que a veces yo me creaba la historia de que vivía en un castillo con jardines y leones. Juanito estaba jugando con Chaxiraxi, la barbi que tenía la cara metida pa dentro, la barbi más fea. Chaxiraxi llevaba una ropa con una tela de colcha de la cama que abuela le hizo, porque a la ropa real Isora y yo le habíamos pegado fuego, por basta. Isora y yo teníamos las barbis de siempre. La suya ese día se llamaba Jennifer López y la mía Saray, como la niña que se andaba cagando por todas partes. Nuestras barbis eran las dos superguapas y con un moño muy reteso. La barbi Chaxiraxi nos estaba contando que se había acostado con un hombre que estaba jediendo a vino por detrás del bar de Antonio. Isora puso la cara de Jennifer López al lado de la de Saray y le dijo por lo bajito chacha, la Chaxi esa se dedica a la pronstitusión y Saray se rio jijijijijijiji, tapándose la boca con la mano. A veces éramos muy crueles con Chaxi, pero a Juanita Banana le encantaban nuestras machangadas y se meaba de la risa. Chaxiraxi se puso a volar desnuda por encima de unas macetas con palmeras que abuela tenía puestas encima de los escalones de la entrada. A Isora le empezó a entrar una rabia muy fuerte porque al final Juanita siempre jodía los juegos. No se conformaba con hacer cosas realistas, al final acababa volando, enriscando a las barbis por un barranco o botando fuego por la boca. Juanita, mecagondioscabrón, le dijo Isora, o haces las cosas bien o no juegas! Y en eso escuchamos unas pisadas en el camino, una voz oscura como la cueva, carraspuda, antigua. Juan, bajapabajo ya mismo! Era el abuelo de Juanito, que llevaba el cinturón en la mano. Vino hasta donde estábamos y le quitó a Chaxiraxi de las manos. Del miedo que me dio me entraron unas ganas de mear muy fuertes. Isora dijo que Juanito solo nos estaba ayudando a colocar las barbis, pero dio igual. El abuelo lo agarró por la oreja y se la retorció como un paño de cocina mojado, lo sacó pa la carretera y lo metió padentro la casa. La barbi se quedó botada sobre la tierra con las patas abiertas. En su cuerpo desnudo se reflejaba la sombra de la buganvilla. Isora me tapó los oídos con dos dedos. Y yo se los tapé a ella. Nos miramos a los ojos sin movernos durante mucho rato. Dentro de mis oídos empecé a sentir un latido fuerte, como un corazón en el interior de mi cabeza, tututún, mi latido escachándole los dedos contra las paredes de mi cuerpo. Me concentré en sentir, pero en mis dedos no había nada. No había latido, como si dentro de su cuerpo no hubiera corazón, solo tripas. Nos soltamos. Los gritos de Juanita resonaban hasta más allá del cruce. comerme a isora isora tenía los ojos verdes como un verdino verde como una mosca en agosto sobre el bocadillo de salpicón de atún en la playa de teno como una botella de vino vaciada la abuela de isora se enfadaba y le decía te vacio por dentro te vacio hoy bebo sangre tuya cachoputa isora tenía las tetas redondas y se le reventaron como la tierra cuando escupe una flor que primero pequeña luego grande la tierra de su pecho seca luego estrías la teta no le cabía en la piel y lloraba isora tenía pelos en el pepe y a veces se los afeitaba todos hasta el güeco del culo y le picaba el culo isora tenía un pelo negro tieso tupido como el cespe de mentira de las casas rurales en el pepe el pelo de isora olía a molino de gofio a almendras tostadas a pan bizcochado ver a isora llegar me hacía sentir tranquila como cuando escuchaba el potaje hirviendo a las doce y media isora tenía los dedos gordos y las uñas como comidas por una cabra a veces la veía tocar las cosas agarrar el tenedor acariciar las hojas del libro de conocimiento del medio que tenían un tacto extraño y brillaban apuntar en la libreta de fiados de la venta y me daban ganas de hacerle daño de agarrarle la mano y retorcérsela hasta sacarle dos dedos del sitio hasta dejarla sin manos a veces la odiaba y quería destrozarla isora tenía los labios colorados parecía que le habían partido los besos de una trompada yo le daba besos en lo rojo detrás del centro cultural isora era mi mejor amiga yo quería ser como ella yo tenía los ojos marrones uno más oscuro que el otro uno más claro que el otro cuando nací mi madre pensó que yo era ciega y fue corriendo a preguntarle al médico yo no tenía casi pelos en el pepe y mi madre solo me dejaba recortármelos con una maquinilla yo quería afeitármelos con la hojilla de mi padre pero mi padre no me dejaba isora me decía qué suerte que tú no tienes tetas y los chicos no se ríen shit shit me llamaba shit porque la mierda era una cosa hermosa bella como la brumasera entre los pinos isora decía que en el monte había brujas que hablaban de la madre isora hablaba sola a veces a veces dormía con los ojos abiertos y me insultaba en sueños a veces nos veíamos dormidas a las tres de la mañana por fuera de la puerta de la venta y éramos fantasmas que se tocaban los huesos debajo de la luna isora parecía una oreja de burro era suave como una oreja de burro alta más alta que yo subida encima de un risco encima de un risco isora era húmeda como un nardo los hombros cumplidos las orejas pequeñas un lunar en la barbilla un pelo en el lunar de la barbilla muy pequeño elevado como un pájaro clavado en la punta de su cara un güeco en la barbilla como un charco las clavículas como punchas picuda la punta de los huesos me gustaban los órganos de isora aunque no los veía tenían que ser redondos como balones perfectos me gustaba la parte de dentro de sus brazos blanca y con espinos suave y a la vez rugosa isora tenía una mancha de nacimiento en la nalga decía que era una caricia de su madre me gustaban los dientes de isora la forma en la que encajaban los de arriba y los de abajo mecanismo perfecto puro casi transparente isora decía orgasmo yo pensaba que un condón era la unión entre un pepe y una cuca yo no sabía la diferencia entre yo e isora a veces pensaba que éramos la misma niña isora bebía cortado leche y leche como las viejas chupaba la leche condensada con una cañita yo me quería chupar la cabeza de Isora para meterla dentro de mi cuerpo como la niña embarazada de lilú que salía en la tele la barriga grande dentro cuerpo de isora dentro isora besándome la barriga por dentro yo quería comerme a isora y cagarla pa que fuera mía guardar la mierda en una caja pa que fuera mía pintar las paredes de mi cuarto con la mierda pa verla en todas partes y convertirme en ella yo quería ser isora dentro de isora isora isora isora bebiendo un vaso de leche con gofio y diciendo foc yu in mai laif isora pisándome la cabeza con los tenis isora escachándome la cabeza con los tenis isora diciéndome shit no grites no seas basta no te das cuenta de que te está oyendo mi abuela Voy aserte caricias ke no san inventao Teníamos una libretita de canciones de Aventura, Isora y yo. Isora decía que no había en el mundo un grupo mejor que Aventura. Y yo pensaba lo mismo. Cuando escuchaba las canciones de Aventura me entraba como un nervio dentro del cuerpo, como si me estuviesen removiendo todos los órganos con un palo y me los cambiasen del sitio. Eso es verdá, decía Isora cada vez que escuchábamos una frase de Romeo que nos gustaba mucho. Eso es verdá, y me mandaba a copiarla en La LiBrEeeTa De LasSsS KaNcIoOoNeS. La libretita se llamaba La LiBrEeeTa De LasSsS KaNcIoOoNeS porque cuando la robamos de debajo del mostrador de la venta, tenía escrito en la portada, dura, marrón y forrada de tela, la palabra CUENTAS y a Isora se le ocurrió que le pegásemos encima un trozo de papel blanco con cintasiva y le pusiésemos un nombre bonito con las letras parriba y pabajo como cuando escribíamos en el mésinye. Lo hicimos con un boli de brillantina azul que siempre se quedaba seco en mitad de la frase. Isora tenía un mp3 rojo, rojo y precioso como una cirgüela roja. Se lo había regalado el primo segundo de Santa Cruz, que siempre le regalaba todas las cosas tecnológicas. Isora sabía mucho de música. La abuela le daba dinero para comprarse cedés en la estación de las guaguas cuando la acompañaba al pueblo y las canciones que no tenía las buscaba en el cíber. Isora se sabía todas las letras de Aventura de memoria y a veces le entraba una venada y me cantaba si me enseñaste a querer, también enséñame a olvidar esto que siento, porque eres tú niña querida la mujer a quien yo amo y a quien quiero, quién sanará este dolor que me dejaste en mi interior cuando te fuistes?, quien inventó el amor debió dar instrucciones pa evitar el sufrimiento. Y se paraba y pensaba y de repente me decía shit copia esto en La LiBrEeeTa De LasSsS KaNcIoOoNeS y yo copiaba kien invntó l amor debió dar instruccions xa evitar l sufrimient. Yo pensaba que las canciones de Aventura decían la verdad sobre la vida. Y cuando Isora y yo leíamos las frases que habíamos ido copiando en La LiBrEeeTa De LasSsS KaNcIoOoNeS, nos gustaba decir que si las guardábamos durante mucho tiempo, cuando fuéramos grandes íbamos a saber muchas más cosas del amor que la otra gente. A veces, cuando Isora se distraía escuchando el mp3 yo iba repasando con el dedo las frases que teníamos escritas en la libreta y me las intentaba aprender memoria: 1) 1 bss signifika amistad sex y amor n kualkier parte dl mundo n importa la relijion X 1 bss d su boka voy al cielo ablo con dios, alkanso las estrells d emoción. 2) kuando se pierde 1 amr n tu vision & n tu mente cambia todoOo. 3) ella & io 2 lokos viviend 1 aventuraAaAa castigada x dios 1 laberinto sin salida dond l miedo s conviert n amr. 4) papa m dijo k no llore x mujers y x ti eso s lo k ago. 5) siendo mugeriego m iba bn l amr & aora k soi serio l trago aamargo me lo tomo iOoO. 6) 1 esclabo n l amor le pisotean l corazOoON q aqel q ama xro no dmuestra to l cariño se prepara xra 1 deslis 7) no s lo mismo acer l sexo q t agan l amor 8) Frase de Osesion: disculpa si t ofend xro s k soy onesto con lujo de dtalles escucha mi version pura krema y xocolat untart y deborart llebart a otro mundo en tu ment corazoOon!!! ven vive una aventura agamos 1000 lokuras voy aserte caricias ke no san inventao. Y volvía pa detrás y repasaba de nuevo con el dedo ven vive una aventura agamos 1000 lokuras voy aserte caricias ke no san inventao. Y entonces miraba a Isora y pensaba que a lo mejor, como no era capaz de acariciarla como se acariciaban o se abrazaban otras niñas, podía hacerle caricias caricias ke no san inventao y pasarle la mano por la parte de atrás de las rodillas o deslizar los dedos por encima de las costras de sus uñas de los pies o rozar los revoltillos de carne que le salían por encima de las bragas. Sus pisadas en el piche Quedaba poco más de un mes para que empezaran las fiestas del barrio y yo ya tenía muchas ganas de ver los papelitos puestos en sisá, amarrados de un poste de la luz al otro, desde la casa de doña Carmen hasta el canto arriba mi calle, donde se mezclaba la sensación de que había fiesta con los pinos. Ese verano la comisión no paró de pedir dinero ni un solo día. Abuela los escuchaba riéndose por el camino, los escuchaba acercándose con su coche con altavoces con la música de Pepe Benavente y gritaba porí viene la comisión de fiestas!!! Y yo salía corriendo a apagar la tele y a cerrar las contraventanas. Rápido rápido me escondía en el pajero y empezaba a respirar muy suavito para que no supieran que estábamos allí y no nos pudiesen pedir dinero. Las veces en las que no reaccionábamos a tiempo, porque quitaban el sonido de la música y no nos enterábamos de que venían, los de la comisión de fiestas se acercaban a la puerta y decían Almeriiiiiinda, sal pafuera! Y a abuela no le quedaba más remedio que abrir y darles los cuatro duros que tenía guardados para pagar los fiados de la venta esa semana. Otras veces, si solo tenía dos euros cagados en la cartera y la habían escuchado con la tele puesta, abuela y tío Ovidio se metían en el pajero y me mandaban a abrir la puerta. Veía a los hombres de la comisión con las cabezas morenas y sudadas y encima los sombreros de paja con una tira roja que ponía Dorada y los cubos de alumino colgando de las manos en los que iban metiendo el dinero y me decían miniña, dile a tu abuela que salga pafuera, y yo, con un pánico que me paralizaba la boca, porque no me gustaba mentir, decía que no, que mi abuela no estaba, que volvieran otro día y antes de que pudieran reaccionar cerraba la puerta con la llave. Esa tarde la comisión de fiestas había pasado por las casas del barrio y había dejado a todo el mundo más hecho polvo que un cangrejo. Yo estaba jugando en el cruce, donde se juntaban mi calle con la de El Paso del Burro, con una bicicleta oxidada que tenía unos pedales muy duros y picones que me hacían heridas en las canillas. Abuela salió pal camino y me dijo que fuera a comprarle embutidos y güevos. A la altura del cruce vi la forma del cuerpo de Isora al final del camino. Me gustaba verla acercarse, sentir sus pisadas en el piche, el piso temblaba. Era verla allá, al final de la carretera, justo en el rasante, donde el camino se volvía casi vertical, y me golpeaba una alegría intensa. Como meterse en el mar después de muchos años. Se sacaba las bragas del culo continuamente y eso la hacía caminar con un ritmo de pato cojo con moño. Desde allá lejos me gritaba shiiiiiit! Y yo levantaba la mano. Bajamos por la carretera saltando, porque Isora decía que se le había ocurrido que podía ser una forma de ir más rápido. Lo malo de bajar tan rápido era que a veces frenarse era muy difícil, porque todo era tan empinado que el cuerpo nos obligaba a seguir bajando. Por la altura de la casa de Melva nos encontramos a Ayoze y a Mencey, dos chicos un año más pequeños que nosotras pero que eran muy avispados. Estaban jugando a la pelota y todo el rato tenían que salir corriendo por la carretera porque el balón se les iba y a veces llegaba hasta por debajo de la iglesia. Ese día estaban jugando en el camino, pero la mayoría del tiempo jugaban en La Güerta Coles Fúbol Clú, una especie de campo fúbol improvisado en una de las güertas de detrás del estanque. Como en el barrio era todo tan empinado, La Güerta Coles Fúbol Clú también lo era. Los chicos intentaron nivelar el terreno metiendo pinocha y piedras en las partes más bajas, pero cuando llovía todo se iba pal carajo. Después de mucho tiempo de injusticia, decidieron que el equipo que estuviese en la parte menos empinada era palomita y los goles les valían el doble. Chicas, y si jugamos al tocaculos?, nos preguntaron cuando nos vieron saltando por la carretera pabajo. Yo me paré pero Isora siguió avanzando y, desde más abajo, les gritó que no, que nosotras íbamos a jugar a nuestras cosas. Me encantaba la capacidad de Isora para decir que no a la gente. Ella no tenía miedo de que la dejasen de querer. Decía lo que le apetecía cuando le daba la gana. Me di la vuelta y la seguí rapidorápido porque me dio miedo de que los chicos nos mandasen un balonazo por repunantes y cuando llegué a la altura de Isora me frené apretando los tenis contra el piche. Isora se volvió a sacar las bragas del culo y asfisiada y sin aire, muy colorada, me dijo shit, tú le has visto alguna vez la cuca del Sinson cuando la tiene salida por fuera? No se parece a una pintura de labios roja? Flaquita como unos perros de caza nísperos de cas abuela ramos de chupos dibujos del vulcán reventando brevas papas robadas de las güertas cirgüelas moradas y amarillas hojas de morera pa los gusanos de seda (por si la gente tenía gusanos de seda) ropa de los beibiborns vieja que podía servir pa niños chicos velas de santos estampas de santos higos picos en cestitas de mimbre bocadillos de chorizo perro agua del aljibe perejil robado almendras de la carretera queque de yogur de Isora queque de chocolate de Isora (si le salía bien) revistas de promoción del hiperdino dibujos del vulcán con traje mago dibujos de niños chicos con traje mago plátanos robados dibujos de plátanos con traje mago bailando encima del vulcán cosas canarias inventadas que les gusten a los guiris Todas esas cosas las queríamos vender Isora y yo pa conseguir un balón intragrástrico, como ella decía. Un balón intragrástico porque ella había escuchado en la venta, porque en la venta se escuchaban muchas cosas, que había una mujer que vivía más abajo de la iglesia, bastante más abajo de la iglesia, que yo no sabía de dónde me estaba contando porque yo más abajo de la iglesia ya no sabía nada, que pesaba como doscientos kilos y se puso un balón intragrástrico y bajó un montón de peso hasta quedarse flaquita flaquita como unos perros de caza. Me dijo que lo había escuchado en la venta por la mañanita temprano, cuando estaba ayudando a la abuela a reponer los produtos en las baldas de la venta, y de la impresión que le dio haber escuchado aquello, se le cayó al piso una latita de canvaca y Chela le gritó tú sos boba? Tú estás media asunormalada, me parece a mí, parece que no eres muy completa. Me contó que recogió la latita del piso y que se le ocurrió, namás se le había pasado por la cabeza, que si conseguía meter suficiente dinero en la alcancía pa comprar un balón intragrástrico ya íbamos a poder estar superflacas para toda la vida, y ya la bitch no la iba a poner más nunca a dieta de cebolla, ni de piña, ni de juguito limón, ni de juguito manzana. Algunas cosas las conseguimos. Los nísperos de cas abuela, los ramos de chupos, los dibujos del vulcán reventando que los hizo Isora, las brevas, las velas de los santos que se las robamos a abuela del pajero, los higos picos, que tío Ovi se metió en las penqueras a cogerlos con un escobillón pa barrer los picos y se quedó todo picotiado hasta los párpados de los ojos con picos de las penqueras, el perejil de la carretera también lo conseguimos y los dibujos del vulcán con traje mago y los de niños chicos con traje mago y los dibujos de plátanos con traje mago bailando encima del vulcán, que todos esos dibujos los hizo Isora y los firmó por la parte de abajo como si fuera ella una artista importante, BY ISORA, y las revistas de promociones del hiperdino también, sobre todo las revistas del hiperdino, que las encontramos en el cuarto de tío Ovi amontonadas en una pila gigante, al lado de otra pila con revistas del ¡Hola!, en las que salía toda la gente famosa de la que Isora se sabía todos los nombres y yo no. Lo primero que probamos fue ir a las casas rurales a vender algunas revistitas del hiperdino y un ramito chupos, pero nos abrió la puerta el hombre que se encargaba de los jardines y nos vio las jarraperías que teníamos en las manos y nos dijo qué diablo me traen ustedes ay si eso no sirve pa nada y nos mandó a que arrancáramos pallá pa casa el carajo. A Isora se le ocurrió que nos pusiéramos en el cruce, por si subían los coches de los estraneros y les decíamos tipical canary islan señalando los higos picos y las revistas de hiperdino y que seguro que ellos eran tan bobos, que nos compraban cosas. A la media hora de estar sentadas en el cruce, al lado de un tolmo piedra de unas güertas que había por allí, un tolmo piedra sobre el que pusimos los produtos canarios inventados, Isora dijo shit, me estoy aburriendo, vamos pabajo. Y bajamos pa la zona céntrica, la que había entre cas los homosecsuales y cas doña Carmen, que pa mí era la zona de la gente rica, la gente de la asociación de vecinos, de la comisión de fiestas, que yo siempre había deseado vivir al ladito de Isora para estar cerca del centro cultural, del bar, la plaza la iglesia, el cuartito la comisión. Ya desde lejos Chela empezó a gritarnos qué clase de jarrapería es esa que ustedes llevan ay? E Isora le respondió por lo bajito, con los labios cerrados y un odio en los ojos, foc yu bitch ojalá que te comas una shit. Ya por la altura del bar Isora dijo que mejor íbamos directamente pa cas doña Carmen, que no tenía ganas de entrar en el bar de Antonio. Empezamos a cantar la canción de La boda de Aventura. Shit, cuando yo me case me voy a poner un vestido largo que la gente cuando entre por la iglesia padentro se enrisque con la cola, me dijo de repente. Cuando llegamos a cas doña Carmen estaba puesta en la tele La mujer en el espejo, pero no porque estuvieran dando la novela. El hijo de doña Carmen, que se había ido a vivir a Los Silos con la novia, le grabó una vez un capítulo en una cinta cuando vino a verla y de cuando en cuando doña Carmen se lo ponía pa sentir algo, como ella decía. Doña Carmen estaba fregando la loza y sintiendo la novela y nosotras entramos como dos perros a golerlo todo. Pusimos todas las cosas que teníamos pa vender regadas sobre la mesa de la cocina. Ah no miniña, es que yo no tengo ni una perra chica, le dijo doña Carmen a Isora muy entristecida. Y ustedes no tienen hambre, misniñas? Quieren que les haga unas papas frititas con unos güevos? Mira que tengo unas papas bonitas desas chiquitas. Pos un fisquito sí me comía yo, dijo Isora. Al final nos embostamos tanto que me tuve que desabrochar el botón del pantalón para poder seguir respirando. Doña Carmen nos recogió los platos todos limpitos, porque hasta el agüita del güevo la lambimos del fondo. Los platos que tenía doña Carmen eran los mismos que tenía abuela, unos blancos con una cenefa amarilla y verde que regalaban con los puntos del jamón en la venta. Shit, me duele un montón aquí, me dijo muy bajito Isora. Me lo dijo muy bajito y señalándose la boca del estómago. Doña Carmen hablaba sola sobre una quícara que se llamaba Lanegrita que no ponía güevos. Isora se fue derechita al baño. Me quedé paralizada en la silla. Miré a doña Carmen. Tenía la lona de los zapatos rota, el chándal, el suéter y el delantal manchurriados de lejía y mierda de las cabras. Un moño que le recogía todo el pelo blanco, una gorra, una gorra verde de Piensos González León. Doña Carmen estaba como en otro sitio y yo, por un momento, hubiese querido también estar allí en ese otro sitio. Decían que se le fue la cabeza cuando el marido se cayó del andamio y se reventó como un conejo. Como un conejo con las tripas salidas pafuera. Sentí el sonido del agua de la taza que venía del baño. Me acordé de eso que siempre me preguntaba mi madre: y si Isora se bota por un barranco tú también te botas? Isora volvió a la cocina y se sentó en la mesa. Tenía la ropa toda mojada y el pelo despelujado. Miniña, tú no tienes ni fisquito frío?, le preguntó doña Carmen. Yo parezco que estoy enferma, todo el día aforrada, cargo más abrigos que piel. Isora respiraba fuerte y se estregaba las manos en la camisa toda mojada. Tenía los ojos verdes como las uvas verdes botados afuera, estaba también como en otro mundo, en otro sitio parecido al de doña Carmen. Y yo estaba allí, sentada en aquella silla con la barriga requintada, rebosada de güevo y papas, mirando a Isora temblar como un ratón envenenado. Estregarse Contra la silla del colegio, así, como se estriegan los animales contra la mierda, contra las ranas en descomposición, así, nos estregábamos nosotras contra la silla del colegio. Y los niños atendían a la clase, que era una clase pequeña, con un solo maestro para dos cursos, y habíamos niños de primero en el lado izquierdo de la clase y niños de segundo en el lado derecho de la clase y el maestro nos explicaba un ratito a cada uno y escuchábamos las explicaciones de los del curso más grande. Por eso aprendíamos cosas que todavía no nos tocaba aprender y sabíamos dividir por tres cifras y estregarnos contra la silla, como los cochinos contra el estiércol, estiércol de caballo. Luego apestábamos a pepe, toda la clase apestaba a pepe y las ropas de los otros niños apestaban a pepe y el maestro y las manos del maestro de tocar las tizas que nosotras tocábamos. La mesa vibraba como un terremoto que anunciaba la erupción del vulcán, pero nunca explotaba, el vulcán nunca explotaba. Como cuando el alcalde salió por la tele y nos dijo calma, pueblo, calma, porque había muchos terremotos que hacían vibrar las cosas y teníamos miedo de que nos cayese la erupción encima. Yo pensaba que si explotaba, cogíamos un barco en la playa San Marcos y nos íbamos pa La Gomera. Así, cuando la mesa vibraba como un terremoto, cuando la mesa vibraba como un terremoto que anunciaba la erupción del vulcán yo sabía que Isora se estaba estregando contra la silla y me copiaba y me comenzaba a estregar. Al principio nos estregábamos poquitas veces, más escondidas. Pero luego, cuando nos enteramos de que el vulcán podía explotar, empezamos a estregarnos más fuerte, más veces. Y hablábamos sobre estregarnos todo el día. Total, si nos íbamos a morir, lo mejor era estregarse lo máximo posible. Desde chiquitas nos gustaba estregarnos. En verano, como había poquitas cosas que hacer, nos estregábamos todavía más, más veces, más a menudo. Usábamos las trabas de la ropa pa frotarnos por encima del chándal recortado por los muslos que llevábamos puesto en verano. Cuando hacíamos dibujos, los creyones nos los metíamos por debajo de las bragas y cuando jugábamos con los beibiborn nos los metíamos por debajo también. Las cabezas de las barbis, los pelos de las barbis nos los estregábamos y ya después todo olía a pepe, a cangrejilla corriendo por encima de las piedras, al agua salada que se secaba dentro de los charcos, a la sal que se quedaba por encima del agua de los charcos, que después era una costra jedionda y dura como una laja. Y a veces los rotuladores nos manchaban la ropa y los bolígrafos estallaban, pero nosotras seguíamos estregándonos hasta el final, siempre hasta el final, y luego ya pensábamos que qué le íbamos a decir a nuestras madres e Isora se acordaba de que no tenía madre y de que seguro que si la viera así toda estregada le daban ganas de arrojar. Y al terminar de estregarnos Isora me mandaba a rezar y yo bisebisebisé con los pantalones del chándal todos pintorriados de colores, como un arcoíris dentro de las piernas, un arcoíris que se elevaba por encima del límite del mar, allá abajo, donde las nubes se juntaban con el agua y ya todo era gris, y ya solo quedaban nuestros pepes latiendo como un corazón de mirlo debajo de la tierra, como una mata a punto de reventar el centro de la Tierra. Mi santa con heridas en las rodillas Cuando se acababa la novela y las nubes nos golpeaban el tope de la frente, a Isora le invadía una tristeza extraña, como lejana, así como un martilleo era su tristeza, como un picapinos perforando la madera piquipiquipiqui y repetía me quiero quitar la vida, me quiero morir. Y lo decía así, con esas palabras, como si tuviera cincuenta años y no diez. Corríamos, corríamos con las piernas desnudas. Entre las ortigas, los cardos, las penqueras. Corríamos y saltábamos sobre los cirgüeleros, los perales, los manzaneros, las manzanas ácidas y prematuras quemándonos el cielo de la boca. Abortos de nísperos en el suelo. Cuando nos atacaba la tristeza, comíamos moras verdes y peras calientes hasta tener cagalera. Cagalera, cagalera, cagalera, siempre queríamos tener cagalera. Nos quitábamos las telas de araña de la cara con el tope de la lengua. Nos rozábamos sin querer los pepes. Nos estregábamos. Era la tristeza y meterse el dedo en el culo. La tristeza y meterse la manguera de la güerta pol culo, regarse el culo como se riegan las calabaseras. Meterse la manguera en el culo para cagar a presión, más mejor más rápido, para estar más flaca que un cangallo. Cuando llorábamos a Isora y a mí nos gustaba jugar a dar vueltas sobre nosotras mismas hasta marearnos. Nos agarrábamos de los hombros y nos caíamos juntas al suelo y nos hacíamos heridas en las manos, en los codos, en las canillas. Luego nos lamíamos la sangre con la lengua, como cuando antes de irse con la alemana y no verlo ya nunca más y dejar a abuela con todas las deudas, abuelo me contó que San Antón tenía un perro que le curó las heridas cuando estaba a punto de morirse. Yo soñaba con curarle la tristeza a Isora, quería ser su perro y ella mi santa con heridas en las rodillas. Isora y yo fuimos una vez juntas a la fiesta de San Antón que se hacía en el barrio de El Amparo. Como no teníamos un perro que poder llevar porque nadie nos lo dejaba y los que estaban abandonados y llenos de miseria no se dejaban coger, a Isora se le ocurrió llevar un gato. Cogimos uno de los gatos asalvajados de abuela y le amarramos una soga en el cogote. Cuando llegamos a la plaza había periquitos, mulas, caballos, hurones, cabras con las tetas grandes que arrastraban por el suelo. Pasaban los chicos con las motos que hacían un ruido como de millones de moscas juntas y de repente el gato se asustó y empezó a saltar contra las paredes de la plaza. Los ojos se le botaban fuera porque con la soga no le llegaba el oxígeno al cerebro. En esos días en los que Isora se quería morir yo también sentía que me quería morir y ella me decía que la mejor forma de morirse era llenar la bañera de agua caliente hasta los topes y sajarse las venas. Yo me preguntaba cómo ella sabía tantas cosas que yo no sabía y entonces me ponía triste porque pensaba que yo no tenía tristeza propia, que mi tristeza era la de ella pero dentro de mi cuerpo, una tristeza como de imitación, dos tristezas duplicadas, la marca falsa de una tristeza, esa era yo, porque yo no tenía razones por las que estar triste pero me las inventaba. A veces, a Isora, la tristeza la abrutaba. Pasaba muchas horas sin pronunciar una palabra. Se sentaba en las esquinas de la parte baja de la venta, justo donde una pared se abraza con la otra y se quedaba allí mirando sin ver nada. Los ojos eran dos manchas, dos moscas verdes dando vueltas en un cuarto que apestaba a vino. Yo me aburría mucho pero no me iba, me quedaba al lado de ella escuchando su silencio. Como cuando los maridos se sientan a ver el fútbol y las mujeres los acompañan aunque no les interese, porque los maridos están tristes con la vida y el trabajo en el Sur y hay que estar con ellos porque es obligación. La carita de Jesucristo La casa de Isora tenía dos plantas. En la de arriba estaba la casa en la que vivían antes. Abajo, un salón grande que convirtieron en la nueva vivienda. La casa nueva existía después de que la madre de Isora se matase. En la planta de arriba estaba todo bañado por una capa de polvo que hacía que las cosas pareciesen dos veces más grandes de lo que eran. A Chela no le gustaba que estuviésemos juroniando en la parte de arriba, quería mantenerlo todo tal cual estaba antes de que a su hija la encontraran. En una de las gavetas del cuarto la madre de Isora había todavía algunas bragas que ella usaba. A veces Isora las sacaba y las miraba y las tocaba y las paseaba por los cuartos. Jugábamos a que eran bragas que comprábamos en la tienda El 99 que estaba en el pueblo y yo le decía que qué talla quería, si las quería pa regalo, no tenemos papel de regalo, miniña. Uno de aquellos días de verano en los que sacó las bragas, Isora me dijo que si quería hacer una cosa. Que qué cosa, le pregunté. Un juego con las bragas, me respondió. A mí me daba mucho miedo que estuviera cogiendo las bragas de la madre porque si la abuela se enteraba le iba a escachar la cabeza. Me dijo que por favor nos pusiéramos las bragas de la madre. No lo pensé mucho rato, nos quedamos desnudas las dos como animales, nos las pusimos, y a ella le quedaban más o menos bien pero a mí se me iban cayendo por las patas pabajo. Me dijo échate, échate en la cama, y a mí me daba un poco de miedo echarme, porque no sabía si a los muertos les gustaba que usaran su cama sin permiso y menos con sus bragas puestas, pero me acosté y el cabezal, que tenía la carita de Jesucristo tallada en la madera, rebotó contra la pared e Isora se acostó encima de mí y el cabezal volvió a rebotar. Sentí el peso de sus tetitas y pensé que me estaba naciendo una cosa caliente en la zona de abajo del cuerpo, como un potaje que hervía y el caldero iba botando agua pafuera, y empezamos a rodar por la cama, hacia un lado y hacia otro, abrazadas, como dos gatos peleándose por la noche, y rodábamos pa la derecha, hasta que la cama se terminaba por ese lado, y luego lo hacíamos pa la izquierda, y lo hacíamos abrazadas, a pesar de que no éramos amigas de las que se daban abrazos ni besos. De pronto paramos, yo me quedé encima de ella y, sin pensarlo, estregué un poco mis bragas con las suyas y ella estregó también las suyas contra las mías. Me quedé sin respiración. Por un momento pensé que yo era su madre, que ella era mi bebé de cuarenta kilos que me había rajado la piel el día en que tuve que parirla. Pensé que solo quería protegerla, que quería cuidarla y darle un tetero lleno de leche y gofio calentito y me quedé mirándola a los ojos. Isora apartó la mirada. Me dijo shit, vamos pabajo que la bitch se va a enfadar. Ese día solo había potaje coles A cas Isora se comía puro revoltillo. Arroz amarillo con muslos en salsa con pescado salado con papas con güevos y papas con cebollas, reutilizados de las papas guisadas del día anterior, con rancho con potaje de berros con papas con carne, todo junto. A cas Isora se comía puro revoltillo, pero ese día no, ese día solo había potaje coles. La luz de la calle entraba por la ventanita de la cocina de Chela a través de una cortinita de cuadros blancos y rojos y cada tanto se escuchaba al Sinson que le ladraba a los coches que subían, uno cada mil años, por el barrio parriba. El potaje de coles ya estaba sobre la mesa echando humasera. A mí no me gustaba nada el potaje coles y menos si tenía gofio por encima. Pero a Isora le encantaba y si ella le echaba gofio por encima, yo también. A cas Chela no era igual que a cas abuela, había que comérselo todo, no se podía dejar ni lo más mínimo de una uña, había que raspar el fondillo del plato, y si dejábamos un poquito sin comer iba Chela detrás con la cuchara a empurrárnoslo por la boca padentro frío mismo como estaba y daba estampidos con la mano abierta sobre la mesa de tea que sonaban como un terremoto y decía de aquí no se mueve nadien hoy hasta que se coma esto y a mí ni me pernuncien. Chela siempre le ponía a Isora un plato más pequeño que el mío porque decía que Isora comía pol los ojos y que había que controlarla porque si no se le desbarajustaba el hambre. Isora se acabó el potaje rápido rápido, y luego empezó a mirarme a mí cómo me comía el mío. Yo tenía la cara toda regañada de comer esa pasta fría y amasucada en la que se había convertido el potaje después de echarle tanto y tanto gofio para que no supiese a nada, y tenía que beber agua todo el rato porque si no me enyugaba. Al acabarme el plato potaje me entraron unas ganas de cagar horribles, el potaje coles me pesaba como cinco bolsas de cemento dentro del intestino, pero a mí siempre me encantaba aguantarme las ganas de cagar, sobre todo cuando estábamos jugando a las barbis. La presión en la parte de abajo de la espalda me hacía sentir felicidad. Ese día jugamos a un juego de las barbis que tuvo que durar como cinco horas. Una historia se encadenaba con otra y al final las barbis habían tenido veinte hijos cada una con hombres diferentes, que poco a poco se iban matando de formas distintas. Enriscados por un barranco, reventados contra una conejera, asfixiados por los propios hermanos, chamuscados porque las barbis se habían dejado las papas al fuego, muertos de hambre y de sed. En los juegos de las barbis Isora y yo siempre intentábamos imitar a las novelas o a las canciones de Aventura y por eso ocurrían tantas desgracias. Cuando ya llevábamos bastante tiempo jugando ya no podía aguantar la presión en la punta del culo, pero hice fuerza y me contuve un poco más, hasta que ya habíamos casi acabado el juego. Le dije Iso, me estoy cagando y ella me respondió que la abuela no la dejaba llevar a gente a cagar al cuartobaño. Cuando Isora me decía ese tipo de cosas yo nunca sabía si lo hacía para ponerme a prueba o porque eran ciertas. Pero es que me estoy cagando por las patas pabajo, le repetí, y se puso a pensar como pensaban los hombres viejos y se fue pa la parte de abajo de la venta y me dejó en una esquina sentada con la punta del rolete rozándome las bragas blancas con margaritas azules estampadas. Volvió con una caja de regalices vacía, de regalices de las de muchos colores como un arcoiris vacía y me dijo caga aquí, shit. En eso tan pequeño?, le pregunté. Y me dijo que sí, que no pasaba nada. Y yo, como ya iba a reventarme, me bajé las bragas y me agaché. Mientras cagaba dentro de la cajita de regalices Isora me miraba muy seria, como si estuviésemos haciendo algo importante de lo que yo no era consciente. Las barbis estaban todas regadas por el patio, sobre el sillón, acostadas en la mesa encima del ken o espichadas en una palmera plástica que había en la esquina y yo era un mostro gigante que cagaba en una caja de regalices dentro de su mundo, el mundo de las barbis. Al subirme las bragas me di cuenta de que las tenía todas cagaletiadas, manchurriadas de nicotina, como decía mi padre, y le dije Iso, mira. Isora me dijo no importa, shit, yo te hago una compresa y te la pones. Y se fue al baño y trajo papel enrollado en la palma de la mano y me lo dio. Me dijo, póntelo como me lo pongo yo cuando tengo la regla, pero por la parte del culo. Y lo hice sin pensar. Isora cerró la caja con el rolete jediondo dentro y la puso detrás de las neveras de la parte de abajo de la venta, donde se guardaban los coditos y las cajas de gambas, para que nadie lo pudiese encontrar. Estábamos entrando en el mes de agosto. Ya había pasado más o menos una semana desde lo del rolete en la caja de regalices. Hacía mucho que las clases se habían acabado y yo solo tenía hechas dos páginas del cuadernillo de vacaciones. Isora estaba a punto de terminarlo. Ni un solo día de todos los que llevábamos sin ir a la escuela había hecho sol, las nubes eran como un fechillo cerrado en el cielo, un fechillo oxidado imposible de abrir. Ese día nos pusimos a jugar con la bici de Isora por delante de la venta, estaban el Sinson y el Gaspa dándole al macaneo, como decía mi madre, por fuera la venta, y de cuando en cuando salía Chela a echarle un jarro dagua a los perros para apagarles los fuegos interinos. Chela estuvo toda la mañana diciéndole a la gente de la venta que qué demonios de jedor era ese que había en la venta metido, que eso tenía que ser que había algo muerto dondequía que fuera y la gente, de estar un rato esperando a que Chuchi les picase el fisquito jamón y el fisquito queso, también se ponía asquiada y decía fos, fuerte olor a badume tienes ay, Chela, o qué diantres es esa peste? En una de las veces en las que Chuchi tuvo que bajar a buscar una caja de coditos, que mi abuela me los hacía fritos con mojo aguachento, salió pa la venta gritando que el jedor a cosas muertas venía desas putas neveras y bajó Chela corriendo. Te reviento viiiiiiiva, cachoputa! Te vacio! Hoy bebo sangre tuuuuya!, subió gritando Chela con la caja cagada en la mano. Isora que estaba montada sobre la bici se bajó y la lanzó pal centro la carretera y allí mismito la dejó botada. Me gritó shit, vete pa tu casa, que la bitch está como el demonio. Y como yo con Chela me cagaba por las patas pabajo del miedo, salí caminando rápido rápido pa cas abuela. Esa misma noche, mientras estaba con abuela viendo En clave de Ja en la tele de la cocina, sonó el teléfono y era Isora. Me dijo, shit, estoy arrestada trabajando en la venta hasta pasado mañana y la bitch me puso a régimen otra vez, dice que esa cagada era como de un mulo y que estoy comiendo mucho. Pero si la cagada era mía, le respondí. Ya, pero yo sé cómo manejarme con la bitch mejor. Y colgó. Estaba abuela pelando papas pal día siguiente y desde la ventana de la cocina se veían unos voladores reventando en el cielo, reventando porque segurito había fiesta en algún barrio. Eran unos voladores como estrellas enormes vibrando en el cielo negro. iso_pinki_10@hotmail.com Aquel verano Isora y yo nos apuntamos a clases de informática en el centro cultural. Nos apuntamos porque queríamos hablar por el mésinye, la verdad. Por las tardes no había ni un huequito en los ordenadores porque los kinkis ya se los habían cogido todos toditos los sitios y casi no se podía entrar, porque por cada chico que usaba un ordenador había tres mirando detrás. Con las clases de informática podíamos usar los ordenadores todo el tiempo que queríamos. Eran por la mañanita temprano los martes y los jueves y no hacía falta ir todas las veces porque el maestro no se enfadaba si faltábamos. Las madres mandaban a los niños chicos a las clases de informática para que aprendiesen a usar los ordenadores y por eso en las clases de informática estábamos Isora y yo y todos los demás eran niños y niñas pequeños que no tenían ni cuenta de mésinye. Nosotras íbamos a las clases de informática al noveleo, la verdad. Solo hacíamos como que atendíamos al maestro pero no aprendíamos nada. El maestro era un hombre que siempre tenía la camisa botones azul marina manchada de sudor, el pobrecito siempre se estaba guisando de calor hiciera el tiempo que hiciera y rebuznaba como un burro, oin oin qué calufa, decía, oin oin qué calufote. El maestro del cíber escupía cuando hablaba, era un poco gordufo y le encantaba jugar al ajedrez y a las damas, a mí no me gustaba la gente que jugaba al ajedrez porque era un juego que no entendía y me hacía desconfiar. Lo que más le encantaba al maestro del cíber era ponernos a hacer cenefas de colores en el Word. Lo que menos le gustaba al maestro del cíber, eso lo sabíamos bien porque lo repetía todo el rato como una matraquilla, eran las trifulcas. Yo soy un hombre tranquileto, no me gustan los problemas, repetía. Era un hombre con mucha pacencia, como decía abuela. A pesar de que él sabía que Isora y yo poníamos una cenefa de mariquitas en el Word y ya nos metíamos derechitas en el mésinye, no nos decía nada y si nos veía con las ventanitas del mésinye abierto se hacía el que no se enteraba y continuaba explicando más cosas del Word. Hacía tiempo, cuando acababan de traer los ordenadores al centro cultural, allá por marzo de ese mismo año, una niña más grande que nosotras, Zuleyma, la hija de Antonio el del bar, nos hizo unas cuentas de mésinye a cada una de nosotras. Isora se la hizo el primer día. El segundo me lo hice yo, porque tuve que esperar a que mis padres volviesen de trabajar para preguntarles si me dejaban hacerme un mésinye y como volvían muy tarde casi me dejo dormir viendo la tele con abuela. Isora siempre hacía las cosas sin permiso porque la abuela no se enteraba de nada y porque no le importaba hacer cosas peligrosas sin que la gente grande lo supiese, porque ella era famosa y tenía una venta y a la gente famosa se lo perdonamos todo. La cuenta de Isora era más bonita que la mía. La suya era iso_pinki_10@hotmail.com y sabía usarla mejor que yo. Cuando íbamos a las clases de informática con el maestro del cíber yo siempre compartía ordenador con Isora porque la verdad es que yo no entendía muy bien los ordenadores. Isora lo entendía todo rápido rápido. Un día Acaymo, uno de los kinkis, le explicó cómo hablar por el chat con gente de otros sitios y no se le olvidó más nunca. Yo veía la pantalla como un gato mirando a abuela freír los coditos de pollo frito, me gustaba lo que veía pero no entendía lo que estaba haciendo. Aquel día, en cuanto el maestro del cíber se despistó un poco, Isora se metió en el chat Terra y puso que le agregasen a iso_pinki_10@hotmail.com. Enseguida empezaron a llegarle muchas muchas peticiones al mésinye. Tantas que el ordenador se bloqueó. Yo me puse muy nerviosa por si el maestro del cíber se daba cuenta, pero Isora se rio y me dijo por lo bajito no seas basta, shit, no seas basta y empezó a abrir algunas ventanitas, las que le interesaban a ella namás, porque mi opinión no contaba nunca y comenzó a chatear. isoritatuputita: ola carlossion: ola q tal? isoritatuputita: bn y tu? carlossion: bn aki pasndo calooooor ;) Ponle que tienes que echarte un gufo que ahora vuelves, le propuse yo. Y ella ni siquiera me respondió y siguió escribiendo. isoritatuputita: si k calor como el k tengo yo en el xoxito carlossion: jeje n serio? yo tmb toy calentito isoritatuputita: d dnd ers? carlossion: mostoles y tu? Chos, y eso dónde es?, le dije yo a Isora. Yo creo que es como por el Médano o algo, me respondió. Sí, por el Médano. Eeehh, ponle que si es un bicho carretero apestoso o qué pasa, seguí. Y de nuevo no me hizo ningún caso. isoritatuputita: del sur carlossion: k edad tenes? isoratuputita: 25 y soy muy warrita carlossion: tenes cam? isoritatuputita: si la pongo si pones carlossion: ok isoritatuputita: ok Nosotras no teníamos cam, pero él sí. En el cuadrito en el que se veía la moto cross de carlossion apareció una cuca gigante como una pachanga rellena de chocolate y con mucha azuquita por encima. Era morada y llena de venas. Yo nunca había visto algo así e Isora estaba meada de la risa pero en realidad yo sabía que tenía un poco de miedo. Intenté tapar la pantalla y le decía a Isora que por favor lo quitara que el maestro se estaba trabando. carlossion: t usta putita? Sin poder evitarlo el maestró se viró pa nosotras y vino a nuestro ordenador. carlossion: la teno durita xra ti ;) El maestro todo sudado como un cochino negro vio la cuca gigante de carlossion en la pantalla y se puso rojo rojo colorado, como decía abuela, rojo de rabia porque él era un hombre pacífico al que no le gustaba la trifulca y nosotras ya lo teníamos hartito al pobre. carlossion: stas? carlossion: t gusta? Todos las niñas y niños chicos empezaron a mirar a la pantalla muy asustados. El maestro nos llevó hasta la puerta del cíber y nos dijo que estábamos arrestadas sin venir al cíber durante todo lo que quedaba de semana. Yo me puse a llorar y le pedí por favor que no se lo contara a mi abuela. Cuando nos fuimos Isora seguía riéndose pero yo estaba muy enfadada. Me acompañó hasta cas abuela pero no le dije nada en todo el camino. Era ya casi la hora de comer. En el cielo todo era gris, solo nubes, nubes oscuras como la noche. Empezó a serenar cuando estábamos sentadas en la mesa de la cocina con el plato de cortadillos con canvaca delante. Me fijé en las gotas de sereno en el cristal de la ventanita y sentí como una angustia. Cruz, fuerte brumasera más esquerosa, dijo abuela. Esto no es verano ni es nada, le respondió Isora. carlossion: ola?? La musiquita de Pepe Benavente Creo que está teniendo un orgasmo, dijo Juanita Banana. Quién?, le pregunté. El cura, respondió. Yos, y cómo lo sabes?, le dije. Porque Julio (Juanito siempre llamaba a su padre por el nombre y nunca decía papi) me dijo que cuando quieres mucho a una mujer tienes un orgasmo y la puedes dejar embrasada. No seas basto, Juanito, le dijo Isora, eso es cuando están follando, no cuando están enamorados. Y yo, al escuchar la palabra follar de la boca de Isora tuve como unas cosquillas por debajo de los pies. Llevábamos toda la tarde jugando en unas güertas que había detrás de la iglesia, enfrente de cas doña Carmen, justo al ladito del cuarto en el que se reunía la comisión para hablar del programa de las fiestas, para contar el dinero que habían ido pidiendo y para asar carne y beber vino, todo eso con la musiquita de Pepe Benavente de fondo. Había mucha neblina. Estaba doña Carmen con una sombrera sentada en una piedra por fuera de la casa, viendo cómo el perro le meaba y le cagaba las matas de por fuera de la entrada y las magarzas que crecían salvajes en los poyos descuidados y los chupos de las esquinas de las paredes, que por eso mi madre me decía que no comiera chupos de la carretera, que estaban meados de los perros. Habíamos estado toda la tarde jugando a los gandules, que era un juego que se había inventado Juanita Banana. Isora era la madre y yo el padre de un chico de quince años que estaba todo el día viendo películas porno y bebiendo clipper de fresa y no hacía nada, solo ganduliar. Estuvimos todo el tiempo peleando con el gandul, que estaba botado encima de unos pajullos secos que había en las güertas, y escuchando El polvorete una y otra vez que venía de los altavoces del cuartito de la comisión, hasta que la brumasera fue tan insoportable que nos tuvimos que marchar del frío. Llevábamos cholas y pantalones cortos y salimos de las güertas todas llenas de chiratos y con las plantas de los pies negras como un tizón. Pasamos por delante del cuartito de la comisión e Isora aprovechó para pedirle al presidente, que se llamaba Tito y tenía un barriga grande como un bimbo con un ombligo redondo y salido pafuera que parecía una pipa de aguacate, que si por favor podían traer a Tony Tun Tun a las fiestas de este año, porque si los de Redondo lo habían traído el año pasado, nuestro barrio también se lo merecía. Amos a ver si las perras alcanzan pa tanto, miniña, y si no es uno será el otro, le respondió, y nos dio un cachito carne y un poco de pan a cada una y Juanita subió todo contento por la cera parriba hasta la altura de la iglesia y nosotras detrás de él. Cuando ya estábamos pasando por al lado de los balaustres que separaban la plaza de la carretera, vi algo en la mirada de Isora que reconocí muy rápido. Cerca de nosotras había alguien sobajándose, siempre que había alguien de sobajeos ponía esos ojos como brillosos, esa mirada de brillantina. Isora dijo chos, qué relajos son esos? Nos asomamos un poquito por las rendijas de entre los balaustres y de pronto nos dimos cuenta, la que se estaba estregando con un hombre era Chuchi, la tía de Isora, pero no alcanzábamos a ver quién era el chico. Al rato entre muacu y muacu le vimos la cara. Era Damián, el monaguillo que venía de El Amparo, que tenía como seis años menos que Chuchi y del que Isora siempre se reía porque decía que iba pa cura y que tenía la cuca chica, porque la bitch siempre decía que los curas eran unos cucas chicas. Juanito se quedó en silencio muy pálido y al ratito gritó aaaaah, es verdá, los orgasmos no son cuando los besos! No me acordaba, es verdá, es verdá! Y se golpeaba las piernas con las palmas de las manos mientras lo decía. Shhht, chacho, cállate, Juanito, le dijo Isora, tú no ves que nos van a escuchar y se van a pensar que estamos acechando? Y Juanito se puso los dedos en la boca haciendo como que se cerraba una llave en los labios y me tiró la llave invisible por la raja del culo y yo asss, quita pesado! Te estás gufiando, cochina, me respondió. E Isora continuó diciendo que Zuleyma la del bar le había contado que después de follar a las mujeres se les quedaba el chocho latiendo. Y dijo chocho y no pepe y yo me sentí tan lejos de ella. Esa frase me bajó por la garganta de una mala forma, como si me hubiese atragantado, como un trozo de comida arrastrándose por el camino que no era, por el camino viejo, como decía abuela. Me di cuenta de que Isora estaba en otro lugar, un sitio del que yo no alcanzaba a ver ni el principio y por un momento tuve miedo, miedo de que se diera cuenta de mi inocencia, de que se cansara de mi cabeza asintiendo y mi boca cerrándose. Tía, sabes lo que me contó mi hermano Goyo?, volvió Juanito. Isora miraba con atención cómo Damián el cura y Chuchi seguían con los relajos. Me dijo que en el instituto los chicos se ponen el suéter delante de la mesa pa taparse y se tocan pajas. Fos, qué jediondada, le dijo Isora. Y me dijo también que si les pican el ojo a una chica es que están pensando en ella. Isora volvió a mirar a su tía y se sacó las bragas del culo. Le entró la hormiguilla y de repente dijo venga vámolos parriba ya. Y se fue por la carretera chascando el fisquito carne que le quedaba. A la altura de la venta, Isora le dijo a Chela que nos hiciera unos bocadillos de chorizo revilla y queso amarillo. Nos los dio y Juanita le dijo adiós a Isora con la mano. Yo no le dije nada porque otra vez sentí mucha pena de despedirnos, salí derechita por la carretera parriba con el bocadillo en la mano. Juanita me seguía. Volvimos pa casa por la orillita, sintiendo gotitas caer del cielo. Juanita repetía todo el rato esta posmita es la que enferma, esta posmita es la que enferma, como si fuera una viejita de ochenta años. De repente lo vi en mi cabeza ya de grande, trabajando en el Sur, en una cooperativa de tomates, ya casi calvo y con un dientito negro, lo imaginé entristecido en medio de un montón de hombres riéndose de él y él diciéndoles sin parar abríguense misniños, abríguense, que esta posmita es la que enferma, como una viejita de ochenta años, como una mujer vieja. Los ojos negros como las plumas de un mirlo Era el día de Candelaria y hacía mucha calima. El cielo era todo nubes y tierra. Yo a veces pensaba que nosotros éramos los culpables de toda esa tierra flotando en el aire: la capa de nubes negras que taponaba el cielo no dejaba salir nuestras respiraciones y el aire se iba volviendo pesado hasta que empezábamos a ahogarnos. Era el día de Candelaria, el día favorito de Isora, el día de su virgen morenita, la que tenía siempre colgada en la cadena del cuello, la que se metía en la boca y chupichupi todo el tiempo. Fui a buscarla con los claros del día y le llevé un ramo de chupos muy amarillos que encontré en una esquinita de la entrada de a cas abuela. Ya no quedaban muchos chupos, la verdad, porque a medida que avanzaba el verano se iban secando y ya había que esperar hasta el invierno para que todo estuviera amarillo y precioso y pudiésemos mamar de los chupos como los baifitos de la teta de la cabra, mua mua, fresquitos. Le di el ramo de chupos a Isora, le dije las felicidades y le conté que Saray me había llamado al número de abuela pa ver si íbamos a jugar a la piscina. Saray tenía una piscina plástica gigante. El padre la montaba en la güerta que había al lado de la casa, que no era de nadie, que no tenía dueño. La llenaban a principios de verano con agua del aljibe y aunque de cuando en cuando le echaba un poquito cloro que le traía Gracián (el de las cejas gruesas como gusanos de mariposa, que trabajaba en los hoteles del sur limpiando las piscinas), ya cuando había avanzado el verano la piscina se iba poniendo verde, verde y empozada, llena de mujo y bichos muertos y saltones, que al principio eran pequeños y luego grandes como cabosos de los charcos. A Isora y a mí nos encantaba ir a la piscina de Saray, pero solo podíamos ir cuando ella nos invitaba, porque la casa Saray no era como la venta, que se podía aparecer por la puerta como si nada. Cuando íbamos a jugar a las ahogadas y las socorristas, que era nuestro juego preferido de la piscina de Saray, siempre había una que se ahogaba y dos que eran las socorristas. La que se ahogaba tenía que aguantar la respiración debajo del agua hasta que ya se encontraba malita mariada de verdad y ahí ya las socorristas iban a salvarla. A mí, la verdad, no me gustaba mucho ser la ahogada porque a veces me lo tomaba tan en serio que aguantaba la respiración hasta que se me ponía la cabeza como un tambor, doliéndome mucho, la verdad. También si estábamos mucho tiempo debajo del agua, cuando salíamos se nos quedaba la cara verde del mujo y abuela me peleaba. También nos gustaba mucho ir a la piscina de Saray porque los padres de ella tenían un bar en El Amparo. Un bar de bocadillos. Cuando volvían del trabajo con la noche cerrada, ya nosotras muertitas de hambre y con sueño, nos traían bocadillos y papas locas a las tres. Por eso aguantábamos en cas Saray hasta bastante tarde, pa comernos los bocadillos y las papitas con salsas de todos los colores. A Isora le encantaba el cruasán con huevo, lomo, queso y ensalada y a mí el bocadillo de mechada y queso. A Saray siempre le traían una arepita de queso y jamón sola porque la pobrecita era delicada del estómago, como me decía mi madre, que tenía la barriga destrozada de tanto frito del bar, la pobrecita, que por eso Isora decía que era ella la que se andaba cagando por los caminos y no las brujas de El Paso del Burro. Luego, cuando acabábamos, Isora y yo nos quedábamos hartas como chinches y casi siempre ella terminaba vomitando en una esquinita de la güerta de la piscina, jucujucu, como un perro con carraspera. Mi padre decía que Saray era un poco rara porque los padres la trataban como si fuera un bebé. Tenía dos años más que nosotras pero a veces parecía que tenía cuatro menos. La verdad es que la que mejor se llevaba con Saray de las dos era yo y no Isora. Yo iba más a menudo a jugar con ella y la conocía mejor, más que nada porque la casa de Saray estaba muy cerquita de la mía. Por lo general a todo el mundo le gustaba más Isora que yo: porque era más alpispa, más echadita palante, tenía más sangre y más labia. Sabía cómo hablar con la gente vieja y con la joven también, y yo no. Saray era la única que me prefería a mí. Aquel día Saray estaba más pegadita a mí que nunca. Cuando jugábamos a las ahogadas y las socorristas siempre quería que nosotras dos fuéramos las socorristas e Isora la ahogada y eso a Isora no le hacía ni fisquito gracia. Lo hizo dos veces por pura obligación, porque ella siempre estaba acostumbrada a ser la que decidía las cosas en los juegos y esa vez la que decidía era Saray, porque la piscina plástica era de ella y el terreno era de ella, aunque no fuera de verdad de ella sino que se lo habían agenciado. Ya la segunda vez que Isora tuvo que hacer de ahogada salió de la piscina con la cara verde del mujo y mucha rabia. Parecía un pescado podrido y cabreado. Ya yo paso, colega, no voy a ser más nunca la puta ahogada, loco, dijo Isora como aullando. Vale, vale, valeeeeee, le respondió Saray. Pos ahora jugamos a los modelitos, sentenció. El juego de los modelitos era un juego que se había inventado Saray y que consistía en que una de nosotras era superguapa por un día y se podía poner las ropas de la madre de Saray y pintarse y desfilar por las escaleras de la casa de Saray, que eran de caracol y la verdad es que nos encantaban. Isora y yo soñábamos con tener una escalera de caracol cuando fuéramos grandes y viviésemos las dos en la misma casa con nuestros maridos. Salimos de la piscina y así mismito mojadas y todo como estábamos y sin cholas entramos corriendo en cas Saray y subimos las escaleras de caracol hasta llegar al cuarto matrimonio. Allí, Saray abrió la última gaveta del armario de la madre. Había muchos vestidos de telas de raso y brillantina y lentejuelas y flecos, todo eso de cuando la madre de Saray era joven y trabajaba en los hoteles del Sur de ayudante de un mago, que por eso Saray siempre decía que su madre era famosa. Ya cuando Saray estaba sacando los vestidos más secsis de la última gaveta del armario de la madre, Isora se estaba chasquillando la cadenita de la Virgen de Candelaria de los nervios. Saray puso todos los vestidos sobre el edredón de raso fucsia de la cama matrimonio y se viró pa nosotras. La que va a ser superguapa por un día ereeeees... tú, y me señaló a mí. Y ahí sí es verdad que yo me puse muy nerviosa porque yo prefería de todas toditas las formas que Isora fuese la superguapa por un día, porque sabía que no le iba a gustar ni fisquito que Saray me eligiera a mí después de lo de la piscina. Pssssssffffffff, en serio? Pero si hoy es mi santo, colega!!! En serio? Paso, paso de jugar con ustedes porque son unas egoístas, chacho, eso no se hace, dijo Isora con los ojos botándosele fuera de la rabia. Y se metió en el cuartobaño que había al lado del cuarto matrimonio y cerró la puerta. Ahora tú te sientas aquí y yo te pinto, me dijo Saray. Y como yo estaba paralizada de miedo por lo que acababa de pasar, me senté en la silla del tocador de la madre de Saray y dejé que me hiciera lo que a ella le diera la gana. Después de haberme echado todos los colorines que había dentro del neceser de las pinturas y de haberme obligado a probarme como seis vestidos, Saray me dijo que ya me podía ir, que estaba cansada y se iba a dormir un poquito. Yo no entendía cómo una niña se podía dormir por el día como un bebé de tres meses, pero la obedecí, me quité la ropa y fui a tocarle a la puerta del cuartobaño a Isora. Iso, vámonos ya, que Saray se va a dormir. Hoy no nos quedamos pa los bocadillos?, me preguntó desde detrás del tablón de madera de la puerta. No, dice que está cansada. E Isora abrió la puerta y salió derechita por la escalera de caracol sin esperarme. Yo la seguí. En la entrada de casa de Saray había un espejito. Me vi la cara como horrible. Los labios todos pintados por fuera y los ojos negros negros como las plumas de un mirlo. Con la cara toda llena de churretones llegué corriendo a la altura de Isora. Se quedó mirándome y me dijo ojalá me hubiesen pintado a mí por el día de Candelaria. Parecía más calmada, rara, triste tal vez. Tenía los ojos en el sitio. La cadenita apoyada en el labio de abajo, tan apretada contra el cuello que casi le rajaba la piel. Miraba el piche todo el tiempo, le daba pataditas a las piedras del suelo y suspiraba. Se sacaba las bragas del culo y suspiraba. Llegamos hasta la puerta de abuela y se quedó quieta, con los brazos pegaditos al cuerpo, con los brazos rígidos como dos palos. Shit, tú eres mi amiga?, me preguntó. Claro, tú eres mi amiga más jarrapa que tengo, le respondí. No, no, ahora en serio. Tú eres mi amiga de verdá?, siguió. Eeeeh, sí, yo soy tu amiga. Pasaron unos gatos amarillos corriendo por la carretera y los miramos. Suspiró de nuevo y se sacó las bragas. Tú crees que mi madre era guapa?, me dijo de repente. Sí, tu madre era muy guapa. En la foto de la mesilla de noche está superguapa. Sí, tenía el pelo como una baba, más liso que yo, me respondió. Y se dio la vuelta y se fue caminando por la calle pabajo. Y yo la observé descender en sisá, con esa especie de cojera que le daba rascarse el culo cada tres pasos. Ya a la altura del cruce se dio la vuelta, despacio, se dio la vuelta despacito como un hombre viejo con bastón y gorra de la ferretería Los Dos Caminos. Shit, acompáñame hasta cas Melva, por fa, que yo siempre te acompaño. Edwin Rivera Los niños siempre me daban asco pero creía que tenía que enamorarme de ellos. Una vez, antes de dormir, cuando estaban las corujas llorando detrás de la ventana, y yo pensaba que las corujas eran las brujas del monte convertidas en pájaros, mi padre me dijo que pensara en cosas bonitas, porque si pensaba en cosas bonitas y cosas que me gustaría que ocurriesen, me iba a dejar dormir. Recuerdo que empecé a pensar en un niño de mi colegio que yo creía que me gustaba como si fuese mi novio y me imaginé que íbamos caminando por la carretera parriba, dándonos la mano un día que hacía mucho solajero y me funcionó, me dejé dormir. Así que empecé a hacerlo todas las noches de después y me seguía funcionando. Solo eso me funcionaba, pero a mí en realidad los niños me daban bastante asco, asco como me daba asco el pestazo del camión de la basura subiendo por la iglesia parriba cuando estábamos jugando, asco como me daban asco los gusanos blancos que le salían a los cubos de basura y a los culos de los perros, y de los gatos, que abuela me decía que si me comía mucho chocolate La Candelaria me iban a salir a mí los gusanos blancos, asco como me daba asco el aguachirre que botaban las bolsas de basura por la parte de abajo, asco como me daba asco la tierrita que se sacaba mi madre del ombligo y que luego se olía cuando nadie la estaba viendo y que jedía como si hubiesen guardado a una rata atropellada en una cajita de tenis durante cuatro años. Yo pensaba que cuando fuera grande quería un novio como Jerry Rivera, así grande como un armario, con la cara afeitada y lavada y los pelos peinados patrás, engominados con agua también. O como Edwin Rivera, su hermano, que era igual de guapo, pero un poquito menos. Pero cuando fuera grande. De chiquitita no quería que los niños se me acercasen. Ese día Iso y yo bajamos a la venta por el camino de tierra que pasaba por La Güerta Coles Fúbol Clú y estaban Ayoze y Mencey mandándose cañonasos de una portería a la otra. Las porterías estaban hechas con cuatro tolmos de piedra, dos y dos en cada lado. Isora pasó por el centro del campo y ellos empezaron a gritarle cosas y yo no quería pasar por el medio porque me daba miedo que me mandasen un bombazo, pero como Isora lo hizo seguí detrás como si nada. Todo fue muy rápido. Cuando llegamos a la otra punta del campo, ya Isora les había dicho que sí, que nos quedábamos a jugar con ellos. Yo no quería jugar con Ayoze y Mencey, porque como me pasaba con todos los niños menos con Juanita Banana, me daba asco estar con ellos. Eran brutos y solo querían jugar al tocaculos, pero Isora también era bruta y por eso a lo mejor ese día quería que jugásemos con los chicos, porque ya estaba cansada de jugar a las barbis y a las criticonas y a las casitas y a las casetas y a las superguapas y a los gandules y quería jugar a tirarles balinasos a los pájaros o a reventar cosas por los aires. Todo fue muy rápido, tan rápido que sin darme cuenta ya yo estaba montada en la parte de atrás de la bici de Mencey e Isora en la de Ayoze. Nos llevaron a un sitio por debajo de la venta, bastante más atrás del bar de Antonio. Era una güerta gigante de papas que tenía unos helechos altísimos al final, como un monte en el que no había pinos sino helechos. Un monte pa la gente chiquitita. Eran como las siete de la tarde de un día de mediados de agosto. Cuando llegaba esa hora el sol empezaba a pegarse al lomo de El Amparo y ya no estaba escondido detrás de las nubes grises. Dejamos las bicis botadas al principio del terreno y salimos corriendo como cabras por encima de la güerta papas, que era grande como un campo fúbol, corriendo corriendo y a medida que corríamos como cabras íbamos arrancando chupos y nos los metíamos dentro de la boca. Isora los chupaba y Ayoze y Mencey los chupaban, pero yo los mordía y me daba un picorsito en el cielo de la boca, un escalofrío por todo el cuerpo, y corríamos más rápido, aún más rápido, saltando por encima de las matas de papas y subiéndonos en las piedras como cabras, pero como decía abuela, las cabras siempre van al peligro. Cuando llegamos al final de la güerta y ya habíamos destrozado todos los surcos de papas nos frenamos de golpe y nos chocamos con los chicos y ellos dijeron qué guapada!, mirando lo altos que eran los helechos. Entonces se agacharon y empezaron a caminar a cuatro patas por debajo de la yerba. Siguieron y siguieron hasta que desaparecieron de nuestra vista y ya el monte de helechos se los había comido. Miré a Isora y tragué saliva y mi saliva era seca y la piel de dentro de mi boca era áspera por los chupos. Isora se agachó y empezó a meterse dentro del monte de helechos y me dijo venga, shit! No, Iso, si llego tarde me van a pelear y ella me dijo venga, shit, no seas basta. Miré el cielo y en la montaña de El Amparo ya se veía el sol alumbrando muy fuerte. La luz me arañaba los hombros y yo ya sabía que cuando el sol alumbraba tan fuerte horita ya empezaba a irse el día. Pero me agaché y seguí a Isora. La seguí porque tenía angustia de alejarme de ella, de ya no verla hasta el día siguiente. El monte de helechos nos fue tragando, primero a Isora y después a mí. Sentíamos a los chicos gritando y riéndose más adelante pero no los encontrábamos. Avanzábamos como dos baifitos perdidos buscando a sus madres y yo sentía cómo se me clavaban las piedras en las rodillas y las hojas de los helechos se me metían dentro del pelo y a veces se me enredaban tanto que gritaba. Delante de mi cara tenía el culo de Isora con unos pantalones de chándal recortados por la rodilla y requintados a más no poder. Las bragas rotas de las floritas rojas y blancas se le marcaban por detrás y se le transparentaban y tenía el culo grande y me gustaba mirarlo cómo se movía, con la alcancía por fuera como decía mi madre, tolón tolón pallí pacá. Se movía tan rápido y tan bien que parecía que llevaba toda la vida gateando por dentro de un monte de helechos. Al final del túnel había un terraplén casi vacío que tenía cuatro higueras y una montaña grande de escombros. Los chicos estaban ya tirándoles piedras a los higos y los veían caerse y estallarse contra el suelo sin parar de reírse. Isora respiraba acelerada. Mencey cogió carrerilla y salió corriendo por la ladera de escombros parriba e Isora le siguió sin decirme nada, sin mirarme. La rabia me guisaba por dentro. Ayoze me dijo loco pasa dellos que son unos bastos, vamos conmigo a un sitio superguapo que hay detrás de las higueras. Yo no tenía ganas de seguirlo, no tenía ganas de estar allí, no quería ver bajar el sol hasta rozar la cabeza del lomo de El Amparo. Se estaba haciendo tarde y yo solo quería coger a Isora por los pelos y matarla, agarrarla por los pelos y arrastrarla contra el piso, apretarla, apretarla como a una lisa, como cuando los gatos eran chiquititos y yo los quería tanto y ellos me ignoraban y solo tenía ganas de esperruñarlos hasta sacarles los ojos del sitio. Los gritos y las risas de Isora y Mencey se escuchaban desde lejos y yo seguía caminando detrás de Ayoze, sin ganas, como quien se levanta a mear con la noche cerrada y es un muerto que camina por los pasillos de la casa. Llegamos a una pared de piedra gigante que tenía un güeco oscuro. Ayoze me dijo que entrásemos, que estaba guapo y daba frío. El güeco en el risco era una especie de cueva con un montón de pinocha en el piso. Apestaba a cabra, a cagadas de los gatos, a la separación que tenían los perros en las almohadillas de las patas. Échate en el suelo, me dijo Ayoze. Pa qué, le respondí. Pa que sí, me dijo. Y yo me eché y él se echó encima de mí y sentí su peso sobre el pecho como una laja fría, las piedritas del suelo se me clavaban en la espalda. Le olía la boca a güevo crudo, a los güevos cuando los cogíamos del gallinero y tenían manchitas de gallinaza y abuela me mandaba a escoger uno pa hacérmelo frito y los iba tocando todos y cantando tin marín de dos pingüé, cúcara mátara títere fue, y el que caía me lo freía. Bajó una varajada a mierda de gato que venía como del vulcán y recorrió el suelo de la cueva. Me moví un poco porque ya el asco me estaba golpeando el estómago como un balonazo en el centro del tronco, pero el niño apretó más su cuerpo contra el mío y sentí que hacía algo con las manos. El viento chiflaba. Me tengo que ir, que mi madre me va a pelear. Un fisquito más, bájate los pantalones, pa probar una cosa. Por fa, en serio, Ayoze, que mi madre se va a enfadar. Es un segundo namás, me respondió. Y me bajé los pantalones y él me agarró las bragas y me las puso a la altura de los muslos y entonces me acordé de que una vez soñé que Isora me regalaba una bañera llena de gatos y que yo, en vez de bañarme con agua, me bañaba con los pelos de los gatos y que después ya no tenía pelos de gatos en la ropa más nunca, y de repente sentí como una cosa blanda me entraba por el pepe y creí que se me había cortado la digestión, como una especie de agonía, como cuando mi padre se comió una rama entera de nísperos y un bocadillo de queso blanco y se puso malo de vómitos y cagalera y mi madre le decía que la leche y los nísperos no se podían mezclar y más si luego se iba a echar a dormir acabante comer porque en la barriga se cortaban y Ayoze respiraba como un perro que tenía la lengua botada afuera de estar todo el día en el patio debajo del solajero, un perro jariado, como decía mi padre. Toby, cabrón!, escuchamos a un hombre gritando y Ayoze se levantó rápido los pantalones apoyando su pecho contra el mío. La peste a güevo se me metió dentro de las narices como cuando uno huele una cosa que sabe que siempre va a recordar, aunque pasen y pasen los años y, sacando fuerzas del miedo que me comía por dentro, me subí yo también las bragas y los pantalones. Ayoze tenía la ropa toda llena de tierra. En las piernas se le veían los pelos chiquititos que empezaban a salirle como tachas. Me levanté y empecé a arrancarme uno a uno los chiratos y los amoresecos de la camisa. Toooooooby, oímos gritar de nuevo. Isora y Mencey bajaron la ladera corriendo y vinieron a parar a donde estábamos. Iso, me voy, dije. Iso, me voy, y más nada, y me fui caminando por el borde de la güerta, sin cruzar el monte de helechos. Cuando ya llegué a donde estaban los surcos de papas y miré hacia detrás el sol se estaba agachando por detrás del lomo de El Amparo. Las nubes se abrían para dejar pasar la luz y ya todo era naranja, los pinos, las matas de las papas, la tierra, el mar que me decía dónde se acababa el mundo, a esa hora de la tarde. Medio kilo a cada papa El día de después del monte de helechos no fui a cas Isora. Tenía los muslos y el pepe llenos de garrapatas y pulgas y me picaba todo el cuerpo. Abuela se pasó toda la mañana quitándomelos y me preguntaba todo el rato que dónde carajo me estuve metiendo yo, seguro que buscando perros abandonados todos llenos de miseria y de pulgas, porque si no no me explico yo de dónde sacaste tanta pulga. Y de escuchar los estrallidos de las pulgas explotando contra las uñas raspudas de abuela y a abuela tosiendo y diciendo esta carraspera me mata, estoy jeringada, miniña, me dio por llorar muy fuerte, como cuando me caí dentro de un poyo de geranios y rosales y me piqué todo el cuerpo y no sabía otra cosa que llorar. Y de verme llorar y llorar sin más explicación que las pulgas y las garrapatas en el pepe y en las piernas, abuela se amargó toda y empezó a decirme miniña tú tienes que dir a que te santigüen porque me da a mí no sé por qué que tú tienes susto, tú estás muy escolorida. Y yo ya sabía, dentro de mi pecho sabía, que las pulgas y las garrapatas y el susto los había cogido dentro de la cueva, cuando Isora me dejó sola, cuando Isora me dejó sola por irse por ahí con un niño jediondo. El día de después del monte de helechos, no quería ver a Isora. De solo pensar en su nombre me subía un veneno hasta la boca del estómago. Me pasé toda la mañana viendo a abuela aquellar, como ella decía. Desayunamos una taza leche con pan y mantequilla. El pan lo traía la panadera y tenía matalahúva. A mí no me gustaba la matalahúva y abuela me la quitaba con los dedos. Le echamos de comer a las quícaras, pelamos papas delante de la tele. Abuela siempre se alteraba toda cuando me veía pelándolas. Decía que yo le quitaba medio kilo a cada papa. Pero yo seguía pelando con la mirada puesta en Los Ranger de Texas, que era lo que más le gustaba ver a abuela. A la hora de almorzar, tío Ovi salió del cuarto y comimos papas con coditos fritos y mojo. Me acordé de la forma en la que Isora se comía los muslitos de abuela, de la forma en la que abría y cerraba la boca como un perro enfermo, un perro perdido en el monte que lleva semanas sin comer y se chasca la comida podrida de la basura sin masticar. Isora comía haciendo un ruido muy fuerte, sus dientes eran pies pisando el mujo de un charco vacío. Cuando acabamos de almorzar, tío Ovidio volvió a encerrarse en el cuarto a ver películas de Cantinflas, que eran su cosa favorita además de las novelas y Corazón Corazón. En la tele estaban dando ya la novela y yo empecé a sentir otra vez el picor de las picadas en el pepe y los muslos. Apreté los puños fuerte. Me vibraron los párpados haciendo un esfuerzo por no rascarme. En mi cabeza se resbaló la imagen de Isora subiendo por la ladera parriba con Mencey. Pensé en cuando los pichones son débiles e inútiles y se caen del nido porque su hermano bien alimentado los lanzó pal aire y se estampurraron contra el piso. Yo era eso, un pájaro despelujado y lleno de pulgas, un pájaro con el corazón cansado y el pico abierto, el pico abierto a la espera de Isora, de sus palabras, del olor a pan bizcochado de las puntas de su pelo, de lo negro y podrido que había dentro de sus uñas rentes como la marea baja arrastrándose contra los riscos. Me entraron ganas de llorar, de que abuela me upara como a un niñochico y de que pasaran ya esos dos o tres días en los que había decidido estar sin hablarme con Isora, porque ya la estaba echando de menos. Siempre que estaba enfadada con Isora me gustaba imaginarme desgraciada. Pensaba en partirme una pierna o en quemarme un brazo con la cocinilla solo para que ella supiese lo importante que yo era en su vida. En lugar de quemarme o partirme, me rasqué las bragas por encima hasta dejarme las picadas hirviendo como el vulcán. No lloré. Me amulé más todavía y seguí viendo la tele. Mientras tanto abuela pelaba más papas pa la cena. Desde la cocina se oía la risa aguada de tío Ovidio, su risa como de pescado ahogándose. Tío Ovidio siempre triste, tío Ovidio siempre cambado, riéndose solo cuando daban la novela o cuando veía películas de Cantinflas. Y entonces sonó el teléfono y fui corriendo a cogerlo. Era ella. Sentí su respiración como un pinchazo, tenía una voz de estar comiendo gomitas a escondidas, voz de jámster con kilos de pipas en la boca y me dijo shit, vienes mañana a jugar al canal? Y aunque me había propuesto odiarla le dije que sí y le hubiera dicho que sí aunque me hubiese caminado sobre la espalda con unos zapatos de pencas, aunque me hubiese escupido en los ojos, aunque. Colgué y seguían de fondo las risas de tío Ovidio mientras volvía a la cocina. Miré por la ventana y pensé que por qué tío Ovi llevaba tantos años encerrado, tantos años enfermo, enfermo de la cabeza decía mi madre, enfermo de maniático, maniatiquismo, decía mi abuelo hacía muchos años, cuando yo era chiquitita y él todavía no se había ido. Y vi el mar, el mar y el cielo que siempre parecían la misma cosa, la misma masa gris y espesa de todos los días. Se me ocurrió que la tristeza de la gente del barrio eran las nubes, las nubes clavadas en la punta del cogote, en la parte más alta de la columna vertebral, a la hora de la novela. Un cuchillo en el tronco El cielo amaneció tan tapado que a la gente del barrio nos daba ansiedad de que lloviera o de que hiciera sol, pero que por favor no siguiese amenazando sin tomar un camino o el otro. A veces deseábamos la lluvia como quien pedía que le clavasen un cuchillo en el tronco porque estaba agonizando, como cuando los gatos le comían el rabo y las patas a los verdinos o les arrancaban la cabeza a las lisas y ellas seguían removiéndose en el suelo como si de verdad no se hubiesen muerto ya y pudiesen seguir viviendo sin cabeza. Igual que los gatos seguían jugando con ellos mientras agonizaban, igualito sentíamos que el cielo estaba pasando el rato con nosotras. Cuando los lagartos y las lisas estaban sufriendo, abuela les mandaba un machacazo con un tolmo piedra y los escachaba contra el piso. Ellos se morían en el acto y yo decía por lo bajito que qué penita, pero abuela me decía que no, que estaban sufriendo y que lo que querían era que los matasen. Habían pasado los días, y yo había guardado el recuerdo del monte de helechos en un cuarto chico dentro de mi cabeza. Isora y yo éramos amigas como siempre, pero había algo dentro de mí, debajo de mis ojos, dentro de mis oídos, que me impedía estar del todo contenta. Las cosas que hacía Isora me molestaban. Siempre había admirado la forma en la que se movía, todo lo que decía, el sonido plástico de sus tenis al pisar el piche, el latigazo seco de sus bragas estrellándose contra el culo cuando se las sacaba de la raja. Pero en esos días no. En esos días todo lo que hacía Isora me disgustaba. Si se cagaba un pedo, la odiaba, si decía shit, no seas basta, quería arrancarle la cabeza, si caminaba demasiado deprisa y me dejaba detrás mientras subía la cuesta, pensaba en agarrarla por los pelos y arrastrarla contra el piso, arrastrarla desde el canto abajo la carretera hasta arriba arriba donde solo había pinos. Todos esos días la seguía queriendo pero al mismo tiempo la odiaba, la odiaba tanto, tan fuerte, que al final, claro. Ese día de cielo encapotado Isora no me llamó por teléfono. Apareció sin avisar y me tiró una piedrita muy pequeña al cristal de la ventana de la cocina de abuela. Abuela dio un brinco en la silla y se puso la mano en el pecho, como si fuese a pasar algo malo. Sus, muchacha, qué escorrozo fue ese?, dijo mirando a la ventana. Creo que es la Isora, le respondí. Me alongué por encima del cubo dagua del aljibe y allí estaba: debajo del cielo oscuro, el cielo que le hacía sombras en el cuerpo, que la hacía parecer una persona antigua, como de miles de años. No tenía muchas ganas de estar con ella pero le di dos toquitos con el puño en el cristal y salí pafuera. Me dijo shit, vamos pa informática y hablamos un fisco por el mésinye con la gente de clase. Después de un buen rato haciendo que atendíamos al maestro del cíber, que ya nos había perdonado lo de la cuca gigante de carlossion, Isora abrió el mésinye con mucho cuidado y empezó a ponerle ola a toda la gente de clase que tenía mésinye, que eran como unas cuatro personas o así. Cuando ya llevaba un rato preguntándose ola q tal? q ases? aqi aburrida y tu? y tu bn? y yo bn, Isora abrió la ventanita del chat Terra sin preguntarme y entonces sí que me salió toda la rabia que tenía guardada en ese cuartito de mi cerebro. Qué haces, Iso? Me dijiste que no íbamos a hacer eso otra vez, le dije intentando contener la voz. No seas basta, shit, un fisquito namás. No seas basta, no seas basta, me respondió. Y pues yo me voy pal carajo, le respondí. No seas basta, siguió diciéndome. Y ahí yo le grité la basta serás tú. Y el maestro del cíber vino hasta nuestro sitio y se quedó un rato parado mirándonos directo a los ojos, con los brazos cruzados, con las manchas de sudor enormes de la camisa apestando a perros muertos y nos dijo que ya no nos iba a dejar entrar más, que él era un hombre muy pacífico y que no le gustaba la trifulca y que nosotras estábamos todo el día molestando a los demás, dando problemas y sin atender. Me levanté envenenada y salí por la puerta como un tiro. Isora salió unos segundos después y cuando la vi, cuando la vi con esa sonrisita burlona, con esa sonrisita que le estiraba el hueco de la barbilla y el lunar de la barbilla y el pelo que tenía clavado encima del lunar de la barbilla, la estampé contra la pared, la empujé con todas mis fuerzas. Y me dijo qué haces? Te volviste boba o qué? Me devolvió el empujón y ahí la agarré de la piel de un brazo y se la retorcí hasta que aulló como un animal moribundo. Y con la misma ella me agarró de los pelos y me dio un sacudión. Vinieron todos los kinkis, que se pusieron a ver el espectáculo y empezaron a gritar mándale! Reviéntale la cabeza! Escáchala contra el piso! Mándale un bombazo por la espalda! Entonces la sangre me hirvió tan fuerte que agarré a Isora por los hombros y le mandé un chascazo con la boca abierta en todo el cuello. Los kinkis seguían gritando y yo notaba que la rabia de Isora era ya como una marejada incontenible. En ese momento, en ese justo momento, me di cuenta de que no quería hacerle daño, de que quería parar como fuera posible. Pero todo pasó tan rápido, que no me acuerdo bien de si alcancé a decirle que parase. Isora levantó el puño pesado, lo arrastró desde el borde del cuerpo hasta mi cara. Lo colocó suspendido en el aire tan solo un poco, tan solo para que se me quedase grabada en la memoria la forma de sus dedos morenos encogidos. Lo dejó caer. Lo dejó caer como en el jocico de un cochino, como cuando atontaban a un cochino pa después matarlo. Me quedé sentada en el piso. Miré las nubes del cielo y eran como plomos. Enormes, lentas, casi plateadas de tan grises. Alguien gritó ay Dios, ya baldaron a la niña! Vi la sangre caer sobre mis muslos. Era brillante, como boliches derretidos de brillantina roja, como el pintaúñas viejo de mi madre. La boca me sabía al jarro dagua de tío Ovi, la boca me sabía a la boca de Isora cuando nos besábamos detrás del centro cultural. Como cuando no existía Isora Me había pasado yo dos días seguidos jugando a la guenboi sin parar después de la pelea en el cíber con Isora. Me había pasado yo dos días enteritos casi sin hablar, con un dolor horrible de la trompada en la boca y con otro dolor en el cuello de mantener el cuerpo rígido rígido de jugar a los pokémon pa no tener que pensar. Yo la verdad no sabía jugar nada bien a los pokémon. Era Isora la que me explicaba normalmente. Cuando ella no estaba me dedicaba a pelear con cientos y cientos de ratikat de dentro de las yerbas con un squirtel al que Isora un día le había puesto el nombre POLLABOBA. Abuela estaba todo el día diciéndome que saliera un fisquito pafuera pa la claridad, que estaba más escolorida que un gufo, que no podía ser tanta enguirriadera ay dentro, pero yo seguía y seguía dale que te pego con los ratikat y entrando y saliendo en gimnasios de pokémon y leyendo y releyendo las mismas conversaciones con los mismos machangos de la misma pantalla y con el dolor en la boca con los labios todos hinchados como una mujer que se los acaba de operar, solo para no pensar en lo que me había pasado con Isora. Ya al tercer día por la mañana, cuando en la mesita de la cocina saqué la guenboi y la puse encima mientras abuela me quitaba las pepitas de matalahúva del pan, me dijo miniña, veti me compras un fisco queso, jamón y un fisco pan que yo estoy jeringada pa ir pabajo caminando con estas patas como las tengo. Y primero pensé que por nada en el mundo quería yo ir pa la venta y ver a Isora de nuevo, que todavía me dolía la cara del rebencazo, que tenía el corazonito como desgarrado por todas partes y que me iba a costar juntarlo de nuevo, que de solo pensar en los gritos de los kinkis y en la cara de Isora, Isora como si me hubiese matado de un escopetazo en medio de un monte llovido, se me revolvían las tripas todas. Pero recapacité y pensé que también estaría bueno que Isora me viese a mí yendo a comprar a la venta de la abuela, yo sin ningún problema por que ya no fuese más mi amiga, ni yo la suya, y que supiese, que le quedase bien clarito, que no la pensaba perdonar y que me daba tan igual su presencia, que era capaz de ir a comprar un fisquito pan y un fisquito embutido con ella allí delante viéndome llegar por la puerta, viéndome llegar con esa cara que tenía ella de pato moñudo. Salí por la carretera pabajo con la matraquilla en la cabeza de los trescientoscincuenta gramos de jamón y los doscientoscincuenta gramos de queso, que me acababa de pedir abuela. Hacía la calima de finales de agosto. El cielo seguía tapado como siempre por una capa gris y cansada de nubes bajas. Cuando abuela me decía los gramos de embutido que tenía que comprar, justo en ese preciso momento empezaba yo a repetirlos en la cabeza todo el rato para que no se me olvidaran. Muchas veces me ocurría que cuando llegaba a la venta veía a Isora y me ponía a hablar con ella y ya no repetía dentro de mi cabeza los gramos de embutido y luego tenía que llamar a abuela por el teléfono de Chela para poder saber cuánto era que tenía llevarle de cada cosa. Pero aquel día no, aquel día estaba segura de que no se me iba a olvidar porque mi intención era que Isora viese que yo no tenía ninguna necesidad de dirigirle la palabra. Cuando llegué a la altura de la venta estaba el Sinson arrastrando el culo por el suelo como si le picase algo dentro de las entrañas y quisiera rascarse todo completito completo contra el piche. Me reí para mis adentros. Cuando el Sinson hacía eso a Isora y a mí nos encantaba y le gritábamos mándale Sinson, ráspate el culo! Pero me aguanté porque quería parecer muy seria cuando entrase por la puerta de la venta. Estaba Chela despachando a un borrachín que lo llamaban Ramoncín y que se había comprado cinco cartones de vino tinto y los había puesto todos en filita, uno detrás de otro sobre el mostrador, como si estuviera jugando a los muñequitos. Chela le estaba apuntando los cartones de vino en la cuenta de los fiados de la mujer, que ya tenía como una página entera escrita, y que iba siempre vestida de negro por el luto de su padre y andaba todo el día llorando porque el marido la tenía amargadita, la pobre. Chuchi picaba embutidos con la cabeza gacha y escuchaba a las mujeres del barrio alegar con su madre de otra gente. Y allá, allá al fondo, en la esquinita del canto atrás de la venta estaba Isora. La vi y sentí un golpe en la frente. Tenía un pantalón corto de chándal recortado por los muslos y el mismo suéter de siempre con las sandías con pepitas negras estampadas, el mismo suéter que la hacía sudar como a un cochino viejo. Era ella, pero parecía otra persona. Una persona más grande, con muchos años más y mucho más guapa y más seria. Yo me pregunté cómo carajos podía alguien haber cambiado tanto en solo tres días. Oh, miniña, cómo estás de la boca?, me preguntó Eulalia, que estaba esperando a que Chuchi le diese unos embutidos. Vvvien, le respondí bajito y muy sentida, con una voz temblorosa de desgraciada, y apunté la mirada hacia la esquina en la que Isora estaba colocando las latitas de millo. No le cambió en nada la expresión, ni siquiera alteró un poquito la postura. Escuchó mi voz como quien sentía el silencio. Chuchi y Chela no me miraban a la cara tampoco, ni poray te pudras me dijeron. Y yo supuse que lo de la pelea era una vergüenza para ellas, ellas que eran tan famosas y de la zona céntrica del barrio. Me acerqué al mostrador de los embutidos y como si vomitase solté todo seguido, todo junto y sin pausa, trescientoscincuentadejamón, doscientoscincuentadequeso. Cómo????, me dijo Chuchi como con un asco enconado en la garganta. Chacha, esta chica es boba y la madre no lo sabe!, le gritó Chela mientras seguía anotando en la libreta de fiados. Ponle cuatrocientos de jamón y trescientos de queso. Y Chuchi agachó la cabeza y comenzó a picar. Sonaba el zumbido de la máquina moviéndose sobre la bola de jamón y miré de nuevo a Isora. Seguía sin inmutarse por que yo estuviera allí. Me moría de ganas por que me mirase y yo apartarle la mirada, por enseñarle mi cara de odio, por que me viese la boca como me la había dejado toda destrozada. Pero no me miró ni un momento. Llegó Melva, la que vivía por encima de la venta, y ella y Chela y Eulalia, empezaron a alegar. Lala, muchacha, tú sabes que la hija de Isabelita la de Redondo está embrasada?, le dijo Melva a Eulalia. Sus, muchacha, si eso es un fisco chica, le respondió Eulalia. Y ya eso está extendido por todos lados, siguió Melva. Y quién es ella, muchacha? Que yo no me recuerdo ahora, preguntó Eulalia. La más chica de todas, muchacha, dijo Chela, esa que anda de medio cuerillo poray, tendrá ella catorce o quince años. Chuchi le pasó los embutidos a Chela y muy bajito le pedí que me pusiera un pan. Mientras me lo ponía seguía alegando con las otras mujeres y ni me dirigía la mirada. Me lo puso todo dentro de una bolsa plástica y derechita buscó la página donde estaba apuntado el nombre de abuela. Arrastró el dedo por la hoja de cuadritos hasta llegar al final, se le acabó el papel y continuó así, arrastrando el dedo, hasta llegar a la cuarta página, que era donde terminaba la lista de fiados de abuela, y allí anotó lo que le dejábamos a deber esa vez y cerró la libreta. Salí de la venta. Sentí que la barriga se me estaba llenando de un bicho malo, de un lagarto verde y retorcido que me daba patadas por dentro. Salió el Sinson a ladrar al hombre que traía la bollería. Shhht, cállese, Sinsoncabrón!, le gritó Chela desde dentro de la venta. Pensé en la lista de fiados de abuela, en lo larga que era comparada con las otras listas de fiados. Pensé en que mi madre iba todas las semanas a pagarle algunas cositas, porque como decía mi padre ahora estaban ganando dinero a chorros, se estaban montando en el dólar. Pero la lista de abuela era siempre muy larga, tan larga como dos Isoras montadas una encima de la otra, y entendí que por mucho dinero, que por mucho dinero a chorros, como decía mi padre, ni las casas rurales ni los hoteles ni la costrusión podían salvar a abuela de todas las deudas que le dejó abuelo antes de irse. Y sin enterarme estaba ya por la altura de la casa del primo de abuela. El primo de abuela que tenía dos mujeres, la mujer que era una lista y la cuñada que le fregaba toda la casa y le atendía el terreno. Y cuando pasé vi a la mujer sentada en una silla plástica, abanicándose con una revista de promoción del hiperdino. Llevaba un vestido de flores, una sombrera azul y unos taconitos rojos, todos los ojos pintados y los labios y las uñas. La cuñada estaba agachada sobre la güerta arrancando la yerba, arrancando la yerba toda cambada como una higuera doblada por el viento. Tenía la cara como de tronco de pino quemado, toda cuarteada y morena. Era la misma cara que la de abuela, la misma que la de doña Carmen, la misma que la de mi madre, una cara que venía como de otro tiempo, como de la época en la que la gente vivía en cuevas y dormía con los perros sobre el piso, cuando no había piche, ni amasadoras, ni centro cultural, venta, bar, iglesia, bemetas planchados al suelo, guenbois, beibiborns con huequito pa la pipi, móviles con tapa, mésinye. Como cuando no existía Isora y yo tampoco existía, como cuando nosotras dos no éramos amigas, tampoco, como tampoco lo éramos entonces. lo último que le queda a una un bujero en la tierra cavarlo con las uñas y la tierra y la sangre de las uñas dentro de los oídos enterrarse a lo mejor era mejor enterrarse como los muertos y ser una cosa de debajo de la tierra convertirse en una raíz de una mata vieja en algo casi comestible y por error ser comida por una lagarta por un animal enfermo con las tripas juradas llenas de gusanos por fuera podrido como un conejo con rabia y sin madre ni padre y con un gusto a veneno de las plataneras en el cielo de la boca foferno a lo mejor era mejor unos riscos desprendidos sobre la cabeza como una parchita abierta con la punta de las muelas arrancarse los dientes uno a uno con unos alicates y colocarlos todos toditos en un plato con bayonesa por encima todos colocaditos como papas locas y alimentarse de los propios dientes como un perro comiéndose su propia mierda alimentarse de una misma hasta darse la vuelta como un calcetín hasta desaparecerse hasta que los dientes de una misma se comiesen a una misma empezando desde dentro después botar los intestinos pa fuera pol culo como una cabra con la matriz desprendida y hacerse un collar de burgados con los intestinos y pensar en regalarle el collar a isora pensar en regalarle el juguito de las jieles a isora que es lo último que le queda a una cuando ya no le queda nada Así parecíamos mariposas de noche Abuela salió tempranito pa las güertas. Fue a echarle la comida a las quícaras. Salió tempranito temprano, cuando el quíquere seguía cantando, y cogió también tegasastes pa los conejos. Cuando volvió la escuché entrar por la puerta con unos escorrozos de mucho cuidado. Venía con Juanita Banana, que arrastraba una patineta eschamizada que le habían regalado al padre por la compra de unos sillones pal cuarto la tele. Ya habían pasado unos cuantos días desde que no me hablaba con Isora, unos cuantos días que se iban aproximando a la semana. Era la vez que más tiempo había pasado yo sin hablarme con Isora. Quedaba muy poquito para que empezaran las clases. Muy poquitito para ver a los hombres de la comisión subidos en escaleras larguísimas como pinos poniendo los papelitos de las fiestas en los postes de la luz. Así, en sisá, todos derechitos como bailarines por el barrio parriba. Vamos a enriscarnos porí pabajo con la patineta sin frenos!, dijo Juanita con el cuerpo doblado por el centro del tronco y dando brinquitos. No tengo ganas, le contesté sin moverme del sillón, encogida como un bicho carretero. Chacha, que tú te ríes un montón conmigo, siguió, y me agarró por el brazo y me jaló levantándome de los cojines. Muchacho, que me dejes quieta!, le grité. Yos, tía, encima que vengo a buscarte que estás más aburrida que un cangrejo. Chacho, que no quiero iiiiir!, le grité girando la cabeza hacia la tele. Chacha, por fa, susurró. Que te vayas pal carajo, Juanita Banana de mierda, le respondí con una voz que no era mía, una voz desconocida que nunca había salido por mi garganta. Se quedó paralizado, casi llorando. Abuela salió de la cocina con la cafetera en la mano, salió asustada de sentirme hablar así. Yo también me quedé asustada de mi propia voz. Me volví a enroscar en el sillón dándole la espalda y sentí cómo se iba, cómo se iba por la puerta con la patineta que sonaba como un saco de chatarra arrastrado contra el piso. Ese día estuve yo muy callada, como todo el resto de días en los que no había sido amiga de Isora, cantando para mis adentros una canción de Aventura. Una canción que decía y adónde irá este amor? Todita la ilusión? Me pregunto a cada instante, yo sé que yo fallé pero tu orgullo y tu actitud me impiden recuperarte, niegas sentir amor, ocultas la pasión y también me rechazas, conmigo no podrás, te conozco de más, tú todavía me amas. Abuela venía al cuarto la tele y me traía suspiros, me traía rosquetes, bocadillos de dulce guayabo y jugo lybis, pero yo no quería nada. Me decía sus miniña, tú tienes que dir a que tu madre te lleve a echarte un rezado porque me da a mí no sé por qué que tú tienes susto y me ponía la manita en la cabeza como si tuviera fiebre. Fiebre de Isora, pensaba yo. Ya cuando eran más o menos las seis de la tarde y ya estaba yo dando vueltas y vueltas en el sillón de la tele porque tenía la espalda destrozadita de estar ahí enguirriada todo el día, abuela me dijo ponte los tenes, miniña, y vamos porí parriba a caminar de aquí al Paso el Burro más que sea. Me tapé la cabeza con un cojín y cerré los ojos. Abuela me puso los tenis y me amarró las ligas, me jaló por los hombros y salimos pa la calle. La luz me dolió en los ojos, las nubes eran tan blancas, tan claras, que casi no podía ver el mundo. Seguí a abuela caminando con los párpados casi cerrados, como una niña que camina en sueños, todo parecía de mentira, las hojas de la higuera, los picos de las pencas, los cuatro chupos que quedaban en las esquinas, los números de las casas. Subimos por El Paso del Burro parriba hasta llegar a la altura de cas Ofelia, una vieja pelirroja que tenía un jardín precioso como una selva y que siempre invitaba a abuela a tomarse el fisquito café de después de la novela. Yo no quería ver a la vieja esa e hice como que seguía caminando parriba, pa las casas rurales, pero abuela fue derechita pa la puerta y me dijo eeeh, miniña, eso sí que no, tú solita porí parriba. Ofeeeé, le gritó desde el patio la entrada. Almerííín, sos tú? Entra pa dentro que tengo el café en el fuego, le respondió Ofelia, y entró abuela por la puerta diciéndome quédate aquí defuera sentadita con los gatos. Fui por la vereda de piedras de brillantina que Ofelia había hecho en el jardín y me quedé sentada en un poyo de rosas amarillas que había cerca del escalón de la entrada. El jardín de Ofelia parecía un monte de tan poblado. Tenía nardos salvajes en las esquinas, hibiscos y flores de mundo grandes como mi cabeza, geranios de todos los colores, orejas de burro, lluvias, pensamientos, rosas amarillas que parecían sacadas de una revista de decoración de mi madre. Estuve un ratito así, con la mirada perdida, acordándome de la vez en que Isora me dijo que el marido de Ofelia se había separado de ella porque Ofelia no quería darle al macaneo por las noches, porque se cansaba. Y pensé que a lo mejor toda la fuerza que Ofelia no tenía pa darle al macaneo la había usado en poner bonito el jardín que parecía una selva. De repente sentí que agarraba un poquito de fuerza de las flores preciosas de Ofelia y me levanté y arranqué yo sola solita porí parriba por El Paso del Burro, rumbo a las casas rurales. Por el camino cogí una hoja de vinagrera y me la fui comiendo. El vulcán estaba tapado por las nubes y una neblina baja se balanceaba entre las sábanas que estaban tendidas en las azoteas de las casas. El Paso del Burro ni siquiera era de piche, la gente de la calle se había encargado de echarle cemento al camino pero hasta hacía muy poco, decía abuela, era de tierra. Me fui hasta las casas rurales chascando la hoja como sin enterarme, esa semana todo lo que hacía era como si lo hiciera otra persona desde dentro de mi cuerpo. Llegué a la altura del portón grande de las casas rurales y trepé por un poyo de pinos chiquititos que había al lado. Me quedé sentada en la parte alta del muro por donde entraba mi madre cuando se le habían perdido las llaves. Estaban los guiris en la piscina, en la piscina bañándose y cogiendo el sol sin sol y comiendo salchichas de esas piconas en las mesitas de la terraza debajo de los paraguas de palmeras. Supuse yo que estaban cenando, porque mi madre decía que los guiris jediondos cenaban a las seis de la tarde. Desde lo alto del muro a lo lejos solo podía ver puro viejo, puro viejo quemado y rojo como cangrejos moros. Estuve un ratito así, viendo a los guiris echándose cremita y comiendo salchichas asadas en los asaderos con salsita de tomate, cortando tomates chiquititos en las ensaladas, como muñequitos perfectos en una casita de muñequitos. Pasó una niña corriendo, una niña como de mi edad, muy rubia, blanca, larga, casi transparente. La estuve mirando un buen rato como un gato a una mosca grande estallándose contra los cristales de la cocina. Tenía los ojos azules, los dientes grandes como palas, grandes y separados y medio amarillentos. Parecía estranera, y desde allá arriba, desde encima del muro le dije jelou, yu lai tu plei? Y se rio, se rio con esos dientes podridos que parecían de una rata apestosa. No lai?, seguí. Y sonriendo me dijo yo no hablo inglés, yo soy de Madrid. Y las palabras le salían por el centro los dientes como un chiflido. Hablaba como en la tele, como los dibujos animados, así fino así así bastante fino. Vamos a jugar pal monte, que yo sé un sitio guapo, le respondí. Se quedó un momento pensando con cara de abobada, con la boca abierta y las manos en la espalda. Vale, ahora mismo vengo, y corriendo corriendo fue a decírselo a un hombre viejo, que yo supuse que era su abuelo. La esperé con ansia, con un tembleque en las piernas por fuera de la puerta de las casas rurales. Y mientras esperaba no pensé en Isora. O sí. Pensé en que tampoco me iba a morir por que ella no fuese mi amiga, que había más niñas en el mar. Y en eso apareció la niña, con un vestidito de flores azules que le hacían juego con los ojos, con una gorra de Loro Parque amarilla (que yo pensaba que solo la gente tonta se ponía la gorra del Loro Parque) y unos tenis de caminar como usaban los estraneros. La niña me siguió sin preguntar nada. Cantaba canciones que yo no conocía y pisaba el suelo cada vez con más miedo, como si el piso se fuese a caer pabajo, pal centro de la isla. Y tú vas al cole muy lejos?, me preguntó con esa voz de ratona. Me viene a buscar la guagua, le dije. Jajaja, la guagua es el bus, no? Eeeh, la guagua es la guagua, le dije un poco enfadada. Jajá, se rio dejando los dientes por fuera, apoyaditos en el borde de los labios, y me dio la mano. Yo nunca había tenido una amiga que me diese la mano, así que la mano de la niña en mi mano me picaba. Pasamos el corral de cabras del hombre barbudo que le vendía queso cabra a abuela, pasamos las cuadras de los caballos de la familia Los Caballos, el gallinero grande, los poyos con moras plantadas de una pareja de guiris a los que abuela llamaba borrachines, que plantaban moras y yo no entendía por qué lo hacían teniendo zarzas en las esquinas de la carretera, y ya llegamos a las casas altas de El Paso del Burro, las casas que ya daban pal monte. Y sin pensarlo, sin preguntarnos, nos metimos dentro de los pinos y caminamos hasta donde yo ya no conocía, hasta más allá de donde Isora me había enseñado, porque era ella la que me había enseñado ese sitio y casi todos los sitios en verdad. Nos sentamos en unos riscos en medio de los helechos que estaban a ras de suelo sin soltarnos las manos, que ya nos sudaban. El monte era todo negro tupido y la brumasera estaba a la altura de nuestros cuerpos. Sentadas así parecíamos mariposas de noche viviendo en el cielo, el cielo de nubes bajas y penillo. A qué sueles jugar?, me preguntó de repente, apretándome la mano. Levanté los hombros, ehhhh a lo que sea, a los muñecos. Cogió una piña de pino del suelo y la movió como si fuera una persona y dijo vosotros los canarios sois muy majos, jajá, y sacó los dientes. Yo sonreí medio forzada pensando que la niña era un poco estúpida. Le solté la mano y me puse a rascar el corcho de un pino. Tú sabes que en este monte viven unas brujas que se trasforman en perros de caza negros? Mentira, jajá!, dijo. Es verdad, lo sabe todo el mundo del barrio, a veces dejan cagadas en los patios de las casas. De verdad?, me dijo ya asustada. Sí, y yo puedo hablar con ellas. Y cómo? Me dejan cartas en los corchos de pino. En serio? Sí, y si no haces lo que te dicen te van a buscar a tu cuarto por la noche. Y qué te hacen? Te llevan pal monte. En serio?? Sí, y justo en este pino hay una cosa escrita. Y qué dice esa carta? Dice muérdeme el pepe o te mato. Qué es el pepe? El pepe es el pepe. Me bajé los pantalones. Me dejé las bragas puestas. Las bragas eran moradas con un lacito blanco y tenían un gatito dibujado que decía miau miau en inglés. Con los dientes de ratón, con los dientes de ratonito esclavizado la niña peninsular me mordió el pepe. Me lo mordió rápido, como quien no quiere la cosa. Y yo la vi desde arriba. Y al verla volví a pensar en Isora, en que de verdad no había otra niña como ella. Y me acordé de sus ojos cuando lloraba, aguados, verdes como una rana en medio de un estanque. Y cuando la niña se levantó del penillo ya todo era brumasera y allá, en lo alto de los pinos, allá allá sobre nuestras cabezas, alcancé a ver la puntita del vulcán. Estregarse sola Veía a Isora en todas partes. La veía colgada en las paredes, como a una virgen chiquitita tallada en tea, como a la Virgen de Candelaria la veía, desnuda, flotando, como la virgen sin ropa que no es más que un palo seco con una cabeza espichada. La veía como una alucinación de antes de dejarme dormir, era un fantasma arrastrándose por los cuartos, aullando canciones tristes de Aventura a las tres de la mañana. Tenía a Isora como metida en una pantallita de tele delante de los ojos a todas horas, como una foto brillante. La imaginaba estregándose contra los bordes de las puertas. Veía los Ranger de Texas y cada poco me giraba por si estaba detrás de mí, rozándose el pepe contra los cojines de los sillones. Oía ruidos, me asustaba. Isora era una perra escondida en los cuartos cerrados, la sentía jariada dentro de mi cabeza, la punta húmeda del jocico rozándome la columna vertebral, erizándome los pelitos rubios que crecen en los bordes de la espalda. Y me estregaba, por primera vez me estregaba yo sola, sin ella, pero imaginando que estaba al lado de mí. Isora estregándose con un creyón del colegio y viendo La mujer en el espejo. Isora estregándose después de haberse enfadado aquella vez que no dieron Pasión de Gavilanes porque había pasado lo de las Torres Gemelas y no paraban de contarlo en las noticias. Isora diciéndome shit, hazlo con este boli, que es más gordo y más largo. Isora metiéndose una traba de tender la ropa por el pepe padentro. Isora. Isora ya no era mi amiga. Yo estregándome sin Isora. Yo estregándome y llorando al mismo tiempo. Yo estregándome hasta hacerme sangre. Peste a verija y hierro. Verija ferrusquenta. Sola me estregaba hasta el fin del día, hasta hacer temblar toda la casa, hasta que se cayesen las lajas de los barrancos y se diesen vuelta los pinos y las tabaibas, hasta que las tabaibas soltasen leche y los nísperos y las burras. Me estregaba hasta que imaginaba que el vulcán ya se estaba despertando. Y entonces sonaba la alarma del ayuntamiento e interrumpían la emisión de El Chavo del 8 para que el alcalde saliese en la tele diciendo calma, pueblo, calma, mientras por debajo de él desfilaba un mensaje en letritas blancas muy pequeñas que ponía AGARREN SUS PERTENENCIAS Y BOTENSEN PA LA MAR, SALVENSEN QUIEN PUEDA, MISNIÑOS. Y entonces abuela y tío Ovi y papi y mami cogían todas las cositas y las metían en carretillas y las subían encima de un camión gigante y yo metía a los gatos de abuela en sacos de papas y los llevaba en el camión también y al canario de tío Ovi lo llevaba dentro del bolsillo del pantalón y bajábamos hasta la venta de Chela y gracias al miedo que nos daba la desgracia, al miedo que nos daba que el vulcán nos matase a todos toditos, Isora era otra vez mi amiga y les decíamos MONTENSEN, QUE LAS LLEVAMOS PA LA GOMERA, QUE AQUÍ NADIEN SE SALVA DEL VULCÁN. Y subían Chela, Chuchi e Isora. Isora con un vestido de la madre de cuando fue madrina de bautizo que le encantaba. Y ellas llevaban toda la comida de la venta en la parte de atrás del camión. Todas las cajas de regalices y los paquetes de papas con tazos dentro y las gomitas y los chicles de güevo de camello y la canvaca pa hacer cortadillos con carne vaca cuando llegásemos a la Gomera. Y una pistolita de etiquetado roja preciosa por si cuando llegábamos había que ponernos a sacar unas perras vendiendo produtos de la venta encima de la arena de la playa. Y veíamos desde lejos como ya por la altura de la iglesia la lava se había tragado las casas más altas y había pasado por encima de la nuestra y ya mi casita era puro escombro solo, puro escombro y mierda de gato charruscada. Veía mi camita salir flotando por encima de la lava como un barco a la deriva en el océano. Y ya el camión empezaba a flotar en la mar rodeado de tablas y hojas de platanera que habían salido volando por los aires con la explosión del vulcán. Veíamos cómo la lava se comía el barrio y la isla y entonces Isora me daba la mano de pronto y éramos amigas de las que se querían y se decían te quiero. Y ya mi madre no tenía que ir más nunca a los hoteles, ni a las casas rurales, ni mi padre a la costrusión. Isora y yo nos virábamos patrás, levantábamos la vista por encima de los sacos llenos de gatos y los paquetes de munchitos y los kilos y kilos de latas de canvaca, y veíamos la tierra vuelta puro fuego. La lava del vulcán cubriéndolo todo. La isla descendiendo pal fondo la mar y el mar escupiendo una burbuja de aire después de tragarse la isla y luego quedándose quieto quietito como si en ese sitio nunca hubiera habido nada, ni una isla, ni un barrio, ni una niña dentro de ese barrio estregándose sola hasta sacarse la sangre, hasta apestar a verija y clavos ferrusquentos. Lagarta arrastrada Fui a buscar a Isora tempranito, con los claros del día. Bajé por la carretera muy despacio, despacito como quien camina con la luz apagada. Bajé pensando en ella, en lo que se suponía que iba a decirle cuando le viese la cara. Pensé en que no aguantaba otra semana más sin ser su amiga, en que me daba igual quedar de poquita cosa, de lagarta arrastrada. Pensé en que era una lagarta arrastrada. No me importó ser una lagarta arrastrada. La busqué con los ojos allá abajo, al canto abajo la carretera, donde mar y cielo de nubes se fundían. La imaginé encorvada como una perra caza, tragándose la comidita del Sinson sin masticarla, allá en una esquinita de la carretera. Los ojos botados afuera, la peste a basura en los dientes y las lágrimas de tierra dibujándole la cara sucia. Perdóname shit, perdóname, imaginé que me decía. Cuando llegué a la venta todavía estaba cerrada. El Sinson estaba chasquillándose la punta del rabo con los cuatros dientes cagados que le colgaban de la boca. La puerta de atrás de la casa estaba abierta, como siempre. Me deslicé por el pasillo y la encontré allí, en el cuartobaño, delante del espejo, haciéndose el moño de todos los días. Isora se peinaba el pelo muy apretado al cráneo, con agua. Mojaba el peine y se tensaba el cuero de la cabeza. Se hacía un moño reteso y le quedaban unos rizos por fuera. El pelo le crecía demasiado cerca de los ojos. Parecía una niña de la época de los guanches. Tan morena, con los ojos como dos luces verdes encendidas, la cabeza apretada, el hueco de la barbilla cada vez más abierto. El hueco de la barbilla casi un nido de picapinos, perfecto, redondo, como escarbado con un pico. Isora me vio llegar a través del espejo. Me dijo shit, vamos a caminar pallá pa Redondo, pa donde se acaba el barrio, que ya estoy cansada de ver todo el rato lo mismo. Me lo dijo sin girar la cabeza, se lo dijo a mi reflejo en el cristal empañado, sucio, lleno de manchas de humedad en las esquinas. Me lo dijo así, como si nunca me hubiese partido los besos de una trompada. Y yo le respondí vale, Iso, vale, así, como si nunca me hubiese partido los besos. Empezó a lavarse los dientes. No tenía camisa. Llevaba un sujetador elástico blanco que Chela le había comprado en la tienda El 99 cuando cumplió los nueve y le vino la regla el mismo día de su cumpleaños. Escupió sangre porque siempre se lavaba los dientes muy fuerte. Se enjuagó una sola vez, se dejó toda la boca y el pecho manchados de pasta. Abrió el grifo y el agua se llevó esa mezcla de color rosado hasta debajo de la tierra. En mi cabeza vi la sangre de Isora viajando por las tuberías del agua, por dentro de la isla. Se pasó el brazo por la boca y absorbió el picorsito de la menta que le quedaba en el bigote. Se sentó en la taza y se quedó mirándome como un perro que caga en una güerta. Tenía una compresa de esas que olían a bolsa de basura manchada de negro. No era regla, era piche derretido. La miré y por un momento sentí vergüenza. Se secó y se levantó. Le vi el pepe recién afeitado, todo lleno de ronchas, todo rojo, irritado. Quise abrazarla, sentir sus tripas revolviendo la leche con gofio dentro de su cuerpo como una amasadora a todo dar. No hice nada, como siempre. Esperé a que se terminase de vestir y nos fuimos. Fuimos por el camino del canal. Yo caminaba detrás de Isora. Isora iba avanzando, apartando los maturriales con las manos, rebotando las ramas de los brezos contra mí. Yo caminaba con la vista puesta en su moño. No me importaba no saber volver yo sola a los sitios. Isora era mi guía de El Drago y yo su guiri jedionda. Como cuando no sabía decir qué hora era e Isora se miraba el reloj de güinidepú y me decía que las doce y cuarto y yo confiaba en que fuera verdad, en que eran las doce y cuarto, y así no me preocupaba nunca por aprender esas cosas que ella sabía hacer tan bien, como leer la hora en el reloj de la pared de la cocina, hacer sumas y restas con los dedos, contar el dinero, pelar una manzana, calcular cuántas gomitas podía comprarse con un euro, subirse o no las bragas cuando un niño se las bajaba en una cueva, llegar hasta el final del barrio por el camino del canal. Pasamos por encima de las losas rotas en donde nos lavábamos los pies. Isora se paró, se bajó los pantalones y las bragas y meó dentro. Pipi con sangre pa la gente de pabajo, dijo sacudiéndose muy rápido sobre el agüita que corría. Seguimos caminando y llegamos hasta donde terminaban las lajas del canal. Entramos por una carretera de tierra. A los lados había muros blancos y rugosos y pasamos deslizando los dedos por las bolitas que se formaban con la pintura. Más adelante, casi al final del camino, había un portón verde que ponía CUIDADO PERO PELIGROSO y al lado CUIDADO AY BENENO. Y dos mastrotes enormes empezaron a ladrar desde detrás de la puerta. Cállate perro putoooooo, le gritó Isora tirándole piedras por lo alto del portón, perro del demonio, perro jediondo, cabrón! Nos pegamos al ladito contrario de la carretera y pasamos muy rápido, como cuando veíamos una película de miedo y teníamos que ir a hacer pipi por la noche. Isora me agarró por el brazo y me dijo cuidado shit que porí vive la bruja Gloria que vivió un montón de años en Cuba y aprendió brujería, y señaló una casita pequeña con un cristal de la ventana estallado. Muchacha, y por qué sabes que porí vive una bruja?, le dije yo. Mi abuela me contó que una vez trajo a mi madre pa que le echara un rezado pal susto que no se le iba nunca. Y es mala?, le pregunté. No, no es mala, ayuda a la gente a arreglar los problemas, me respondió. Y a tu madre por qué no la curó entonces?, le dije. Los pelitos de los brazos se me erizaron todos. Isora no dijo nada. Seguimos caminando, yo muy pegadita a ella, ella agarrándome fuerte el brazo, tan fuerte que me estaba ardiendo. Llegamos a un terraplén vacío. Enorme. Con marcas de gomas de motos y derrapes en el suelo. Justo al ladito, justo en una esquinita al lado de un cirgüelero había un cartel sucio y viejo ya que ponía REDONDO. Todo este terreno era de mi bisabuelo José Casiano, me dijo señalando el terraplén. Todo?, le pregunté. Sí, todo, shit. Y ahora lo usan pa hacer carreras de motos y minimotos. Dice la bitch que ella no lo conoció y que era un hombre rico y gordo que fumaba puros en Venezuela. En serio? Sí, la bitch no lo conoció porque dicen que tuvo ciento once hijos como con más de cuarenta mujeres. Todas las noches se acostaba con una mujer distinta. Chacha, en serio?, le pregunté un poco desconfiada porque a veces no sabía cuando Isora se estaba inventando las cosas, ciento once hijos son un montón. Ya, pero me supongo yo que tendría muchas ganas de follar porque si no no tienes tantos hijos. Tenía que tener la cuca toda hecha polvo, me supongo. Pos sí, tiene que ser, le contesté. Yo seguía sin entender muy bien cómo se hacía lo de tener los hijos. Muy despacio, con cuidado, llegamos al cartel donde ponía Redondo. Arrancamos unas hojas de vinagrera y nos las empezamos a comer. Isora se paró en seco. Shit, me dijo mirándome a los ojos. Qué?, le pregunté. Me da miedo seguir caminando. Por qué?, dije un poco asustada. Me da un poquito de miedo salir del barrio, dijo con un temblequito en las manos. Nos sentamos en un tolmo piedra que había en el suelo. Me quedé callada. Miré al cielo y las nubes se estaban moviendo. Estaban muy oscuras, muy pegaditas a nuestras cabezas. Pensé que ya horita iba a llover. A mí también me da un fisquito de miedo, la verdad, le dije después. Se lo dije así, pero la verdad es que no me daba miedo seguir caminando. No me daba ni fisquito miedo, la verdad. Volvimos cuando la lluvia ya había empezado a mojarlo todo. Volvimos por donde estaban los perros como bestias ladrando y vimos a la vieja Gloria destentiendo la ropa de delante de la casa. Desde lo lejos Isora levantó la mano, le sacó el dedo y le gritó foc yu bitch güinch! Y salió corriendo muy rápido agarrándome el brazo. Corrimos y corrimos hasta que ya casi habíamos alcanzado la altura del canal. Pasó un viejo cargado con un saco de tegasastes pa los conejos. Adióóóós Damián, le dijo Isora sin parar de correr. Sus, miniña, cuánto tiempo desde que no te vía, te me parecistes igualita con tu madre con esta brumasera, le respondió desde debajo del saco. Isora respiraba muy rápido, parecía que el corazón se le iba a desprender del pecho. Pasamos las losas levantadas. El agua llevaba kilos y kilos de pinocha. Cruzamos el canal muy rápido. El piso estaba resbaloso. Al final me di un partigazo. Me mojé toda la espalda, me raspé todas las manos y los codos. Eso no es nada, shit, me dijo Isora con la cara enchumbada. Me levantó del suelo y seguimos corriendo. Llovía como si fuese el fin del mundo. Allá abajo, en el mar negro y grande los relámpagos rompían las nubes. Llegamos a la parte de atrás del centro cultural e Isora se metió debajo de un techito. Me dijo shit, ven paquí debajo hasta que se afloje un fisquito la lluvia. Nos sentamos las dos en el suelo. Éramos casi de agua, Isora y yo, de tan mojadas. Shit, nos damos un beso de novios?, me dijo de repente. Vale, le respondí levantando los hombros. Cerró los ojos y juntó los labios con los míos. Yo los dejé abiertos. Su cara estaba tan cerca que no podía ver nada. Aún me dolía la trompada por dentro, aún tenía los labios hinchados. Abrí la boca muy fuerte y saqué la lengua. Sentí sus pestañas en mi cara. Eran larguísimas, picaban como agujas. La lengua de Isora estaba fría, puro hielo. Una lengua como nieve encima del vulcán dormido. Los papelitos de colores puestos encima de la plaza El día de después de arreglarme con Isora era ya septiembre. Lo supe porque me despertó un camarote. PUM, sonó reventando el cielo como una bomba. Los perros y las quícaras y los conejos se asustaron y empezaron a chillar desde las güertas. Se oía a lo lejos la musiquita de Pepe Benavente y la voz del presidente de la comisión a través de la megafonía diciendo lo bonito que estaba quedando el barrio. Me comí una cucharadita de leche en polvo con azúcar y con el corazón brincándome por dentro marqué el único número que me sabía de memoria. Me respondió Chuchi, con una voz finita como una hebra. Miniña, ella no está. Salió pa la playa, pa Teno, con el primo de Santa Cruz, volverá lo más tardar a las ocho la tarde. No eran ni las once la mañana, pero salí pa la carretera a esperar. Allí estaba la comisión en peso. Todos toditos todos con los sombreros de cerveza Dorada y las barrigas como tolmos. El presidente ya estaba subido al canto arriba de un poste de la luz clavando los papelitos de colores. Ya había papeles desde el canto abajo el barrio hasta el cruce. Tiiiiiiiito, muchaaaacho, tú no ves que eso está cambado!, le gritó al presidente uno de los hombres que cargaba los camarotes. Cállate, cabrón, ya lo estoy enderezando, tú no me ves o tú sos bobo? Pa poner pegas sí que sabes. Y se fue el hombre de los camarotes a mandar otro bombazo por los aires. Los perros otra vez se pusieron a ladrar eschavetados. Hasta se escuchaban los caballos de la cuadra de la familia Los Caballos relinchando como demonios malos. Me senté a esperar. Aunque no eran ni las doce, me senté a esperar en un fisco asiento que había por fuera de la casa de Gracián, el hombre de las cejas como bichos carreteros. Agarré un puñadito de piedras del piche y las fui dejando caer una a una, como si cada piedrita fuese una hora que faltaba para ver aparecer a Isora allá, al final de la carretera. El presidente se bajó de la escalera gigante, se subió los pantalones, que le quedaban largos por la cintura y los tenía amarrados con una liga de zapato, y dijo bueno, ya esto está listo, y el que no le guste que le eche azúcar. No los veía con la intención de seguir poniendo papelitos por mi calle parriba, y eso que ya abuela había colgado de la baranda la bandera de España y la de la Virgen del Rosario, que era azul con brillantina plateada. Alcé un poquito la voz, yo que normalmente tenía mucho miedo y vergüenza de hablar con la gente grande, y le dije Tito, ustedes no van a seguir poniendo los papeles por el barrio parriba? No miniña, este año llegamos hasta el cruce namás, el Tony Tun Tun ese de los demonios pide más perras que un gobierno y aquí el dinero no da pa más nada, de ahí parriba quien quiere papeles que los ponga. Y el presidente agarró la escalera y la cerró. Sonó otra canción de Pepe Benavente, que en realidad no era de Pepe Benavente sino de otro cantante, mezclada con los ladridos. La canción decía oye traicionera aunque yo me muera donde yo me encuentre rogaré por tualma, oye traicionera aunque yo me muera donde yo me encuentre rogaré por tualmaaaaa. Agarré otro puñado de piedras y me las metí dentro del bolsillo. Las que me quedaban dentro del puño las fui soltando poco a poco. Después de comer coditos fritos con mojo aguachento de abuela y papas guisadas, llegó tío Ovi del pueblo. Yendo al médico me compró una agenda para cuando empezara otra vez el colegio, que ya era horita, dentro de nada y yo todavía no había hecho ni la mitad del cuadernillo de vacaciones, pero ni me importaba. Imaginaba la agenda toda pintorriada por Isora, toda llena de corazones de Isora con flechas y ojos azules que siempre le quedaban horribles y parecían culos abiertos con cara, y a nosotras riéndonos. Mientras veíamos la novela abuela y yo, me picaba la piel del muslo porque las piedritas del bolsillo se me estaban clavando. Estiré la rodilla y me las apreté pa que se me clavasen más fuerte, pa que me desesperasen del dolor, igualito que me desesperaban las horas que todavía me quedaban para ver a Isora. Estuve toda la tarde enguirriada con los pokémon, todo el rato metiéndome en la yerbita con el POLLABOBA peliando y peliando con ratikats y dando vueltas sin sentido por los gimnasios mientras pensaba en levantarme tempranito temprano al día siguiente pa ir a buscar a Isora. A las nueve de la noche ya estábamos metidas abuela y yo en la cama. Había un hierro del colchón salido pafuera que me dolía en la espalda tanto como que Isora no me hubiese llamado pa ir a la playa ni después de ir a la playa para contarme cómo le fue, y me daba la vuelta pallí y pacá por encima del hierro hasta que me ardía, hasta que me dolían los huesos como si se me fueran a partir. Entre sueños sentí a mi padre y a mi madre que ya habían vuelto de trabajar del Sur. Normalmente se comían un fisquito papaya o un sangüi de jamón y queso, pero ese día se fueron derechitos pa la cama sin hablar. Aún estaba empezando a aclarar el día cuando me levanté de la cama de abuela. Mi madre me había dejado dos euritos pa chicles en la mesilla de noche. Cogí la moneda y un fisquito de pan con plátano y salí corriendo por la carretera. La venta estaba cerrada. Había dos viejas por fuera hablando bajito y mirando como asustadas. Por la parte de atrás el Sinson roncaba que daba temor de Dios, como decía abuela, acostado encima de la alfombra trapera de delante de la puerta. Toqué con el puño cerrado una, dos, tres, cinco, diez veces, pero no me abría nadie. Me senté en los escalones de la entrada. Pasaron Ayoze y Mencey con un balón parriba y me puse a mirar la moneda de dos euros con mucha fuerza para que no me hablaran. Doblé la pierna una, dos, seis veces, para que se me clavasen las piedritas que todavía tenía en el bolsillo. Ayoze empezó a hablarle bajito a Mencey y a darle codazos en el brazo, mientras no paraban de virarse patrás a medida que se alejaban. El Sinson vino pa fuera y se me acostó encima de las rodillas. Pasó otra hora. Dos. Tres. Doblaba la pierna. Las piedritas del bolsillo como clavos. Pasaba un coche y el Sinson se iba corriendo detrás pa ladrarle y al momento volvía pa echarse encima de mí. Desde lo lejos sentí unos pies cansados arrastrándose. Era Eufracia que venía de la iglesia con un rosario amarillo fosforescente en la mano. Ay, miniña qué desgracia, tú vete pa cas tu abuela que ellas no vuelven hasta por la noche, ay, qué desgracia miniña, y un fisco niña y tan buena, y el Sinson le saltaba en las piernas, y ustedes que eran como hermanas, y tú que sos tú solita y más nadien, ni más hermanos ni nada, ay qué desgracia por Dios y la Virgen, y el Sinson se meaba encima, ay, por dios qué desgracia fue esta, decía como ahogada, dile por dios a tu madre que te vaya mandando a buscar un hermanito, ay, miniña, cómo fue esto posible, yo le digo a los chicos míos que la mar es el demonio y ellos se meten como si nada y se botan de los riscos, ay miniña, qué clase de desgracia fue esta y la vieja me agarró la mano y me puso el rosario dentro, toma miniña, tú rezale a Dios padre que él siempre ayuda, juite Sinson cabrón, dijo mientras seguía subiendo la carretera. Me quedé sentada en los escalones de la entrada de la venta. Cerré la mano y por un bujerito se veía cómo el rosario brillaba en la oscuridad. La mano empezó a temblarme muy fuerte y no sabía muy bien por qué. Salí parriba pa cas abuela y me empezó un dolor en el pecho como si me hubiesen clavado un machete de lado a lado. Llegué hasta la altura de la casa del primo de abuela y no había nadie arrancando yerba, nadie sulfatando, cavando papas. Un baifito lloró a lo lejos. Las nubes descendieron por el lomo de El Amparo muy rápido. Me llegó una varajada a mierda gato de las esquinas de las güertas. Me paré en el medio del camino. El corazón me latía tan rápido que creí que se me iba a romper por el centro. Me di la vuelta y miré el mar y el cielo, el mar y el cielo que parecían la misma cosa. En vez de seguir subiendo, empecé a bajar por el barrio. Pasé de nuevo por la casa del primo de abuela, la de los homosecsuales, la de Melva, la de Conchi, y llegué a la venta. El Sinson se levantó de los escalones de la entrada y vino detrás de mí corriendo. Seguí bajando y pasé el centro cultural, que también estaba cerrado. Estaba el Gaspa meando las esquinas a la altura del bar y se unió al Sinson. En el bar tampoco había nadie. Pasamos la iglesia. Estaban los papelitos de colores puestos encima de la plaza. Más bonitos que nunca, brillando y temblando en el aire como personitas asustadas. Azul amarillo blanco, azul amarillo blanco. Alcanzamos la casa de doña Carmen y el perro sato de la vieja salió al camino. Empezó a ladrarnos. Seguí bajando. Oía a los perros tiquitiqui caminando detrás de mí, como en procesión. Me seguían como aquella vez, cuando querían el queque de Isora. Pero yo no llevaba nada en las manos. El rosario que me había dado Eufracia no sabía ni dónde estaba, a lo mejor lo había botado y ni me había enterado. Primero una, luego otra, se fueran quedando atrás las últimas casas del barrio. Nunca había caminado hasta tan lejos. Al fondo, allá abajo, empezó a alumbrar el sol de septiembre. Los primeros rayos traspasaron las nubes como una navaja que cayó desde arriba. Pasamos una casa con corrales viejos llena de flores de bruja, de esas naranjas que parecían de mentira. No había ya nubes grises ni bruma ni lluvia, solo el sol que me golpeaba la frente. Miré hacia detrás. Se veía el barrio debajo de una capa negra y compacta de brumasera. El pico del vulcán sobresalía por encima del campanario. Avanzamos. Pasaron dos, tres horas. Ya todas las cosas eran brillantes y calientes y se veía la playa muy cerca. Los perros ladraban. El sol rajaba las piedras. Índice Tan echadita palante, tan sin miedo Un fisquito namás Isora Candelaria González Herrera Como turmas debajo de la pinocha Esto es pa lluvia Cremita, cremita por el cuello Un bemeta metalizado que iba chillando goma Los guiris eran unos jediondos Se comían los conejos sin masticarlos Los gritos de Juanita resonaban hasta más allá del cruce comerme a isora Voy aserte caricias ke no san inventao Sus pisadas en el piche Flaquita como unos perros de caza Estregarse Mi santa con heridas en las rodillas La carita de Jesucristo Ese día solo había potaje coles iso_pinki_10@hotmail.com La musiquita de Pepe Benavente Los ojos negros como las plumas de un mirlo Edwin Rivera Medio kilo a cada papa Un cuchillo en el tronco Como cuando no existía Isora lo último que le queda a una Así parecíamos mariposas de noche Estregarse sola Lagarta arrastrada Los papelitos de colores puestos encima de la plaza

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